miércoles, septiembre 17, 2008

La explanada


Por la tarde, mientras nuestros padres iban perdiendo la vida en el barullo de los destajos y de las horas extras, mientras nuestras madres fatigaban sus espaldas haciendo cualquier clase de faenas en casas ajenas o remendaban con fervor los ya remendados harapos que nos servían de vestimenta, nosotros, sus amados hijos, nacidos por quién sabe qué incomprensible razón, deambulábamos aburridos por las calles, hastiados del tedio familiar, de la repetición constante de gestos, conversaciones, reconvenciones y silencios que formaban una interminable serie de secuencias idénticas. Recorríamos sin mayor convicción las angostas callejas del Barrio o las anchas y relucientes avenidas de la zona residencial cercana, repletas de deslumbrantes rótulos de neón y de gigantescos escaparates llenos de aquellos juguetes tan lindos y tan caros que, por inalcanzables, nos hundían aun más en nuestra indeseada condición de niños pobres, de escoria social largamente marginada.

Nuestro Barrio era el más humilde de toda la ciudad. Vivíamos en casas de cuatro o cinco pisos, mal iluminadas, contaminadas por un extraño olor cuya procedencia nadie conocía y que nunca terminaba de desaparecer. Algunas de ellas presentaban tales signos de deterioro que a nadie hubiese sorprendido su repentino desmoronamiento. Pero nosotros, niños, en nuestra alevosa inocencia, no nos percatábamos de lo penoso de nuestra situación. Teníamos un techo, comida y cariño. Eso nos bastaba. Era casi el paraíso para nosotros que todos los días presenciábamos, al caer la tarde, a todas esas gentes que se hacinaban en chabolas hechas de cartón, hojalata y barro, o en el mejor de los casos, con maderas procedentes de muebles viejos, a menudo podridas, arrebatadas al camión de la basura.

Cuento completo en Letralia

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