domingo, diciembre 31, 2006

Novedades en red

Después de algún tiempo de silencio, resurge con renovados bríos la revista electrónica EOM. Ya disponible en la red el nº 39.

También coincidiendo con el cambio de año sale el nº 19 de la revista
Remolinos.

Asimismo, Magda Díaz y Morales nos anuncia la aparición del nº 4 de Narrativas en formato PDF.

El 31 de diciembre de 1878 nacía Horacio Quiroga
El 31 de diciembre de 1936 fallecía Miguel de Unamuno
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sábado, diciembre 30, 2006

Paul Bowles

Tanto si es la primera vez que vas al Sahara como si es la décima, lo primero que percibes de inmediato es el silencio. Si estás fuera de una población, un silencio increíble, absoluto, y si no, incluso en lugares bulliciosos como un mercado, algo callado en el aire. Parece que el silencio fuese una fuerza consciente que, molesta por la intrusión del sonido, lo redujera al mínimo y lo dispersara en seguida. Luego está el cielo, comparado con el cual todos los demás cielos parecen intentos fallidos. Rotundo y luminoso, es siempre el punto focal del paisaje. En el ocaso, la sombra precisa y curva de la tierra penetra en él y se eleva rápida del horizonte cortándolo en la mitad luminosa y la oscura. Cuando se ha disipado toda la luz diurna y el firmamento está cuajado de estrellas, sigue siendo un azul intenso y ardiente, cuyo punto más oscuro se encuentra en el cénit y va empalideciendo a medida que se aproxima a la tierra, de manera que la noche no llega a ser oscura del todo.
Si dejas atrás la puerta del fortín o del pueblo y, pasando ante los camellos que están tendidos fuera, subes a las dunas o sales al llano duro y pedregoso y te quedas un momento de pie, solo, al cabo de un rato, o bien sientes un escalofrío y vuelves corriendo dentro del fuerte o te quedas fuera y dejas que te ocurra algo muy curioso, algo que han experimentado todos los que viven allí y que los franceses llaman le bapteme de la solitude. Es una sensación única y no tiene nada que ver con la sensación de soledad, porque esto presupone una memoria. Aquí, en este paisaje absolutamente mineral iluminado por estrellas como llamaradas desaparece incluso la memoria; no queda nada más que tu propio aliento y el palpitar de los latidos de tu corazón.

Fragmento del relato Bautismo de soledad, de Paul Bowles, nacido en Nueva York el 30 de diciembre de 1910.
El 30 de diciembre de 1865 nacía Rudyard Kipling

viernes, diciembre 29, 2006

Rilke

Como una lejana música de batalla, una orquesta de moscardones bordoneaba en las ventanas, acompañando el claro vaivén de ese gayo lanzador de dardos; el ligero susurro penetraba en el semisueño de la buena tía, y las frescas ondas de un reflejo de primavera borraban poco a poco las arrugas con rasgos sonrientes.
Parecía verdaderamente joven en el momento en que se erguía asaz enérgicamente en sus almohadas, y miraba a su alrededor en la habitación. Todas las cosas tenían no se sabía qué de brillante, de nuevo, y se regocijaba con ello. Un delicado perfume de jacintos se elevaba de las flores, que guarnecían la ventana y se mezclaba a un relente de lavanda que subía de sus almohadas. La vieja señorita echó una mirada rápida a la imagen de la virgen cuyas sombras tenían en pleno día reflejos verdes. Sus manos magras y duras describieron una rápida señal de la cruz e, inmediatamente después, regañó al canario dormido cuya jaula estaba suspendida sobre la ventana y que a pesar de la hermosa mañana no se decidía a cantar. Regresando de la ventana, su mirada se quedó pegada al canapé. Allí había, alineados cuidadosamente, un sombrero negro, con un ancho velo de crespón que caía a lo largo del respaldo como un torrente nocturno, un par de guantes negros, cada uno de su lado, como separados por alguna irremediable enemistad, un antiguo libro de plegarias más negro aún, y, más lejos, dos pañuelos muy blancos brillaban en medio de todo ese duelo como una pareja de caballos blancos enganchados a la carroza fúnebre de una muchacha.
La tía contempló esos objetos con una mirada sorprendida, y todas las arrugas reaparecieron, como sombrías orugas, en su viejo rostro.

Fragmento del cuento Tía Babette, de Rainer Maria Rilke, fallecido el 29 de diciembre de 1926.
El 29 de diciembre de 1890 fallecía Octave Feuillet

jueves, diciembre 28, 2006

Susan Sontag

Le había entusiasmado ser actriz porque a su entender el teatro era nada menos que la verdad. Una verdad superior. Al actuar en una obra, una de las grandes obras, una se volvía mejor de lo que realmente era. Sólo decía palabras que estaban esculpidas, que eran necesarias, exaltantes. Una siempre parecía tan hermosa como podía serlo a su edad, gracias al artificio. Cada uno de sus movimientos tenía un significado amplio y generoso. Sentía que aquello que debía expresar en el escenario la mejoraba. Ahora podía suceder que, en medio de una amable diatriba de su amado Shakespeare, o de Schiller o Slowacki, girando con un pesado vestido, gesticulando, declamando, percibiendo que el público se rendía a su arte, no se sintiera más que ella misma. La antigua emoción que transfiguraba su yo había desaparecido. Incluso el miedo escénico, ese trastorno que necesita el auténtico profesional, la había abandonado. La bofetada de Gabriela había hecho que despertara. Al cabo de una hora Maryna se puso la peluca y una corona de cartón piedra, se miró por última vez en el espejo y salió para llevar a cabo una actuación que, de acuerdo con el nivel que ella misma se fijaba, no estuvo del todo mal.

Fragmento de la novela En América, de Susan Sontag, fallecida el 28 de diciembre de 2004.
El 28 de diciembre de 1872 nacía Pío Baroja
El 28 de diciembre de 1932 nacía Manuel Puig

miércoles, diciembre 27, 2006

Boletos

No nombraré la ciudad porque la ciudad es múltiple, y porque lo que allí sucede, bien puede suceder a diario en otra ciudad, en otro país. Acaso cambien los nombres, los rostros, los objetos.
Yo, turista en todas partes, eterno extranjero, pertinaz inhabitante, venía caminando hacia la estación, con mi maleta medio vacía (maleta de nómada incurable, brevísimo catálogo de recuerdos y ausencias, inútil equipaje), y un creciente cansancio que se iba acentuando a medida que mis pies cruzaban más fronteras, a medida que mi pasaporte acumulaba sellos. Puesto que aún faltaba más de una hora para la salida de mi tren, tomé asiento en una terraza sombreada.
Enfrente, al sol, había varios niños jugando. Niños pobres, harapientos, de los que abundan en los alrededores de casi todas las estaciones del Sur. Cuando pasaba alguien con traje, o con aspecto de turista, uno de ellos se separaba del grupo y se acercaba al desconocido, ofreciéndole un billete de lotería. El timo es antiguo. Se trata de billetes viejos, sin premio, que los chicos recogen del suelo o de las papeleras y planchan lo mejor que pueden para darles apariencia de nuevos. A veces, algún despistado compra un billete, pero generalmente hay gritos y amenazas, y a menudo, los chicos tienen que salir corriendo para no caer en manos de la policía. (seguir leyendo)

Sergio B.
El 27 de diciembre de 1959 fallecía Alfonso Reyes
El 27 de diciembre de 2003 fallecía Juan García Ponce

martes, diciembre 26, 2006

Alejo Carpentier

Cuando se cansó de explorar el bastidor de sacos que hasta entonces había constituido su único horizonte verdadero, Menegildo quiso seguir a sus hermanos, que lo miraban con los ojos y los dientes. Rodó sobre el borde del lecho. El topetazo de su cabeza en la comba de una jícara interrumpió un amoroso coloquio de alacranes, cuyas colas, voluptuosamente adheridas, dibujaban un corazón de naipes al revés. Como nadie escuchaba sus gemidos, emprendió, a gatas, un largo viaje a través del bohío... En sus primeros años de vida, Menegildo aprendería, como todos los niños, que las bellezas de una vivienda se ocultan en la parte inferior de los muebles. Las superficies visibles, patinadas por el hábito y el vapor de las sopas, han perdido todo poder de atracción. Las que se ocultan, en cambio, se muestran llenas de pequeños prodigios. Pero las rodillas adultas no tienen ojos. Cuando una mesa se hace techo, ese techo está constelado de nervaduras, de vetas, que participan del mármol y de la ola. La tabla más tosca sabe ser mar tormentoso, como un maelstrom en cada nudo. Hay una cabeza de caimán, una niña desnuda y un caballo de medalla cuyas patas se esfuman en el alma de la madera. Eclipses y nubes en la piel de un taburete iluminada por el sol. Durante el día, una paz de santuario reina debajo de las camas... Pero el gran misterio se ha refugiado al pie de los armarios. El polvo transforma estas regiones en cuevas antiquísimas, con estalactitas de hilo animal que oscilan como péndulos blandos. Los insectos han trazado senderos, fuera de cuyos itinerarios se inicia el terrero de las tierras sombrías, habitadas por arañas carnívoras. Allí suelen encontrarse tesoros insospechados, ocultos por el polen estéril de la materia desgastada: un centavo de cobre, una aguja, una bola de papel plateado...

Fragmento de la novela Ecue-Yamba-O, de Alejo Carpentier, nacido el 26 de diciembre de 1904.
El 26 de diciembre de 1891 nacía Henry Miller
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domingo, diciembre 24, 2006

Arturo Barea

Estoy sentado sobre una piedra pulida por millones de gotas de agua de lluvia; pulida como un cráneo pelado. Es una piedra blancuzca llena de poros. Arde con el sol y suda con la humedad. Enfrente de mí, a treinta metros escasos, está la vieja higuera, con sus raíces retorcidas como venas de abuelo robusto, con sus ramas contorsionadas, repletas de hojas carnosas, tréboles carcomidos. Al otro lado del arroyo, salvando el barranco, trepando cuesta arriba, están los restos de la kábila.
Hace meses era un grupo de chozas de paja. Dentro, esterillas de paja trenzada. Una en la puerta, para dejar las babuchas al entrar. Otra dentro, para agruparse en cuclillas alrededor de las tazas de té. Otras más largas, adosadas a la pared, para dormir. La kábila era chozas de paja y esterillas de paja. El pan era tortas chamuscadas, cocidas sobre piedras calientes, hecho con el grano machacado entre piedras, barbudas de pajas enhiestas requemadas. Cuando coméis este pan, los pelos agudos de la hierba seca del trigo se os agarran al fondo de la garganta y os muerden allí con sus mil dientes.
La kábila despertaba en las montañas con el sol. Los hombres salían de las chozas apaleando el borriquillo mísero. Montaban en él y sus babuchas lamían la tierra. Tan pequeño era el burro. La mujer salía detrás, cargada, siempre cargada. Iban los tres a las tierras más llanas de la ladera y el hombre desmontaba; la mujer descargaba de sus hombros el primitivo arado de madera y uncía el burro al arado. Después, mansa, se uncía ella; y el hombre revisaba los nudos del atalaje del burro y de la mujer; empuñaba el arado, y la mujer y el burro marchaban a compás, lentos. El burro tirando de las cuerdas con su collarón sobre el cuello desollado, la mujer tirando de la cuerda cruzada sobre sus pechos fláccidos. Lentos los dos, clavando en tierra los pies, doblando las rodillas en el esfuerzo.

Fragmento de la novela La ruta (perteneciente a la trilogía La forja de un rebelde), de Arturo Barea, fallecido el 24 de diciembre de 1957.
El 24 de diciembre de 1863 fallecía William Makepeace Thackeray

viernes, diciembre 22, 2006

Gustavo Adolfo Bécquer

El crepúsculo comenzaba a extender sus ligeras alas de vapor sobre las pintorescas orillas del Segre, cuando después de una fatigosa jornada llegamos a Bellver, término de nuestro viaje.
Bellver es una pequeña población situada a la falda de una colina, por detrás de la cual se ven elevarse, como las gradas de un colosal anfiteatro de granito, las empinadas y nebulosas crestas de los Pirineos.

Los blancos caseríos que la rodean, salpicados aquí y allá sobre una ondulante sábana de verdura, parecen a lo lejos un bando de palomas que han abatido su vuelo para apagar su sed en las aguas de la ribera.
Una pelada roca, a cuyos pies tuercen éstas su curso, y sobre cuya cima se notan aún remotos vestigios de construcción, señala la antigua línea divisoria entre el condado de Urgel y el más importante de sus feudos.
A la derecha del tortuoso sendero que conduce a este punto, remontando la corriente del río y siguiendo sus curvas y frondosos márgenes, se encuentra una cruz.

El asta y los brazos son de hierro; la redonda base en que se apoya, de mármol, y la escalinata que a ella conduce, de oscuros y mal unidos fragmentos de sillería.
La destructora acción de los años, que ha cubierto de orín el metal, ha roto y carcomido la piedra de este monumento, entre cuyas hendiduras crecen algunas plantas trepadoras que suben enredándose hasta coronarlo, mientras una vieja y corpulenta encina le sirve de dosel.
Yo había adelantado algunos minutos a mis compañeros de viaje, y deteniendo mi escuálida cabalgadura, contemplaba en silencio aquella cruz, muda y sencilla expresión de las creencias y la piedad de otros siglos.
Un mundo de ideas se agolpó a mi imaginación en aquel instante. Ideas ligerísimas, sin forma determinada, que unían entre sí, como un invisible hilo de luz, la profunda soledad de aquellos lugares, el alto silencio de la naciente noche y la vaga melancolía de mi espíritu.


Fragmento del relato La cruz del diablo, de Gustavo Adolfo Bécquer, fallecido el 22 de diciembre de 1870.
El 22 de diciembre de 1880 fallecía George Eliot
El 22 de diciembre de 1911 nacía Alvaro Cunqueiro
El 22 de diciembre de 1989 fallecía Samuel Beckett

jueves, diciembre 21, 2006

Francis Scott Fitzgerald

El sueño había terminado. Algo le había sido arrebatado. Con algo parecido al pánico se apretó los ojos con las manos e intentó rescatar una imagen de las aguas que lamían Sherry Island, y la terraza a la luz de la luna, y los trajes de algodón en los campos de golf, y el sol árido y el color dorado de la delicada nuca de Judy. Y los labios de Judy húmedos de sus besos, y sus ojos doloridos de melancolía, y su frescor, por la mañana, como de sábanas de lino finas y nuevas. ¡Todo aquello ya no formaba parte del mundo! Había existido y ya no existía.
Por primera vez en muchos años se le saltaban las lágrimas. Pero ahora lloraba por él. No le importaban los labios, los ojos, las manos que acarician. Quería que le importaran, pero no le importaban. Porque se había ido de aquel mundo, y no podría volver jamás. Las puertas se habían cerrado, el sol se había puesto, y la única belleza que quedaba era la belleza gris del acero que resiste al tiempo. Incluso el dolor que podía haber sentido había quedado atrás, en el país de las ilusiones, de la juventud, de la plenitud de la vida, donde habían florecido sus sueños de invierno.

Fragmento de la narración Sueños de invierno, de Francis Scott Fitzgerald, fallecido el 21 de diciembre de 1940.
El 21 de diciembre de 1917 nacía Heinrich Böll
El 21 de diciembre de 1958 fallecía Lion Feuchtwanger

miércoles, diciembre 20, 2006

John Steinbeck

Benjamín, el más joven de los cuatro, era una carga para los hermanos. Era disoluto y nada formal; si había ocasión, se emborrachaba hasta el amanecer y después salía por ahí, cantando gloriosamente. Parecía tan joven, tan desamparado y tan perdido que eran muchas las mujeres que se compadecían de él y por esta razón Benjamin se encontraba frecuentemente metido en líos con alguna mujer. Cuando estaba borracho y canturreaba con la mirada perdida, las mujeres sentían deseos de estrecharlo contra su pecho y protegerlo de sus tropiezos. Las que lo amparaban se sorprendían siempre al verse seducidas. Nunca sabían cómo había ocurrido, pues su desamparo era absoluto. Hacía todo tan mal, que todo el mundo trataba de ayudarle. Su joven esposa, Jennie, trabajaba para mantenerlo apartado del hurto. Cuando le oía cantar por la noche y sabía que otra vez estaba borracho, rezaba para que no se cayera y no se hiciera daño. El canturreo se perdía en la noche y Jennie sabía que antes de que saliera el sol, alguna muchacha perpleja y espantada habría pasado la noche con él. Entonces lloraba quedamente, por miedo a que Benjy se hiciera daño.
Benjy era feliz y traía felicidad y tristeza a todo el que le conocía. Mentía, robaba un poco, hacía trampas, no mantenía su palabra y abusaba de los favores; y todo el mundo quería a Benjy y lo disculpaba y lo protegía. Cuando las familias se trasladaron al oeste, llevaron a Benjy con ellos, por miedo a que se muriera de hambre si lo dejaban en Vermont.


Fragmento de la novela A un dios desconocido, de John Steinbeck, fallecido el 20 de diciembre de 1968.
El 20 de diciembre de 1917 nacía Gonzalo Rojas
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martes, diciembre 19, 2006

Michel Tournier

Nos acercábamos insensiblemente al Nilo, y de pronto lo divisamos no sin maravilla, inmenso y azul, bordeado de papiros cuyas umbelas se acariciaban al viento en medio de un sedoso crujido. En una ensenada pantanosa había un hipopótamo panza arriba, con sus cortas patas al aire, despanzurrado en gran parte, con todas las tripas fuera. Nos acercamos y vimos salir de aquella viscosa caverna a un niño desnudo, como una estatua roja de sangre en la que no se veía más blancura que la de los ojos y la de los dientes. Se rió a carcajadas alargándonos los brazos y ofreciéndonos vísceras y pedazos de carne.
Tebas. Cruzamos el río para mezclarnos con la muchedumbre de la antigua metrópolis egipcia. Fue un error. A medida que avanzábamos hacia el norte veíamos aclararse las pieles. Me anticipo al momento en el que iban a ser los negros, como nosotros, los que llamaremos la atención en medio de una población blanca, inversión difícilmente imaginable del blanco sobre fondo negro al negro sobre fondo blanco.
Aún no había llegado ese momento, pero de todas formas me estremecí al ver cabezas rubias entre la población del puerto. ¿Tal vez fenicios? Sí, fue un error, porque mis heridas volvieron a abrirse al contacto con los hombres. Mi corazón herido solamente soporta el desierto.

Fragmento de la novela Gaspar, Melchor y Baltasar, de Michel Tournier, nacido el 19 de diciembre de 1924.
El 19 de diciembre de 1848 fallecía Emily Brontë
El 19 de diciembre de 1861 nacía Italo Svevo
El 19 de diciembre de 1910 nacía José Lezama Lima

sábado, diciembre 16, 2006

Alphonse Daudet

En la vida de los héroes, como en la de los santos, hay siempre horas de ceguedad, desconcierto y desmayo. El ilustre tarasconés no había de ser una excepción, y por eso, durante dos meses, olvidado de los leones y de la gloria, se embriagó de amor oriental, y, como Aníbal en Capua, se durmió en las delicias de Argel la blanca.
El buen hombre había alquilado, en el corazón de la ciudad árabe, una linda casita indígena, con patio interior, plátanos, frescas galerías y fuentes. Allí vivía, lejos de todo ruido, en compañía de su mora. Moro él también de pies a cabeza, se pasaba el día fumando el narguile y comiendo dulces almizclados.
Tendida en un diván enfrente de él, Baya, guitarra en mano, gangueaba tonadillas monótonas, o bien, para distraer al señor, se zarandeaba en la danza del vientre, con un espejo en la mano para mirarse los blancos dientes y hacerse visajes.
Como la dama no sabía una palabra de francés, ni Tartarín una palabra de árabe, la conversación languidecía algunas veces, y el charlatán tarasconés se vio reducido a hacer penitencia por las intemperancias de lenguaje de que fue culpable en la botica de Bezuquet y en casa de Costecalde el armero.
Pero aun aquella penitencia no carecía de encanto; era como un esplín voluptuoso lo que experimentaba, permaneciendo todo el día sin hablar, escuchando el gluglú del narguile, el rasgueo de la guitarra y el leve ruido de la fuente en los mosaicos del patio.
El narguile, el baño y el amor llenaban toda su vida.

Fragmento de la novela Tartarín de Tarascón, de Alphonse Daudet, fallecido el 16 de diciembre de 1897.
El 16 de diciembre de 1902 nacía Rafael Alberti
El 16 de diciembre de 1775 nacía Jane Austen

viernes, diciembre 15, 2006

Festival del Agua

Chile 2006
Queridos Poetas Amigos, es muy grato para mi saludarlos y un privilegio dirigirme a ustedes esta noche cálida de primavera, desde Santiago de Chile.
Queremos contarles que el Festival del Agua 2006 se llevó a cabo en los mejores términos en todo cuanto fue planeado; y con especial alegría decirles que fueron leídos una cantidad de poemas recibidos, que nos llegaron de unos 20 países; en tanto los demás fueron parte de una Exposición, en el mismo Festival; la selección y lectura estuvo a cargo del Cónsul de los Poetas del Mundo, el poeta Genaro Albaíno, de quien estamos profundamente agradecidos.
Quiero agradecer a cada uno de ustedes porque ha sido muy importante su contribución, el querer y aportar con la belleza de sus palabras al mundo que queremos, a un sueño común, a una utopía que siempre ha estar presente en todo ser humano que intente recuperar el vínculo con el espíritu.
Y cualquiera que esté buscando convertirse en un ser humano cabal.
Aquí y allá se oyen voces, se escuchan queditas canciones, alguien silva lejos, susurros, melodías que hablan de un mundo posible, un mundo mejor, más amable, más frugal, más conciente y creativo. Y aquí y allá muchos están construyendo ese mundo, sacado de nuestros sueños más queridos. Han sido ustedes generosos en sus palabras y generosos en sus gestos. El Agua les estará agradecida siempre y la Pachamama se sentirá dichosa de contarlos entre los suyos. Así se hace el mundo, así se está en el mundo, como un poeta, como un artista, entregado a la vida, iluminando el espacio a su alrededor y prodigando sus obras al mundo; como un santo y un guerrero, de aquellos que han luchado por la libertad, que fueron más lejos, que hicieron caminos nuevos. Esta es una época tensionada por las contradicciones humanas; se ven todas las caras de los hombres, sus más elevados ideales y sus renuncias más indignas; y cada uno de nosotros esta rodeado de inmensidad; tengan ustedes presente siempre que cada acto del día nos acerca a la vida o nos acerca a la muerte. Y que cada acto de la vida cuenta...
Amigos poetas muchas gracias con todo el corazón, estaremos siempre agradecidos por su generosidad.
Ya las estrellas sabrán que desde aquí abajo, les hablamos.
Quiero agradecer públicamente a nuestro querido poeta Luis Arias Manzo, por su valor, por su temple, por su inspiración.
Muchos saludos a todos y un gran abrazo de hermandad.

Gonzalo Núñez Carrasco
Poeta y Mentor del Festival del Agua

jueves, diciembre 14, 2006

Vicente Aleixandre

Esa tristeza pájaro carnívoro;
la tarde se presta a la soledad destructora;
en vano el río canta en los dedos o peina,
peina cabellos, peces, algún pecho gastado.

Esa tristeza de papel más bien basto;
una caña sostiene un molinillo cansado;
el color rosa se pone amarillo,
lo mismo que los ojos sin pestañas.

El brazo es largo como el futuro de un niño;
mas para qué crecer si el río canta
la tristeza de llegar a un agua más fuerte,
que no puede comprender lo que no es tiranía.

Llegar a la orilla como un brazo de arena,
como niño que ha crecido de pronto
sintiendo sobre el hombro de repente algún pájaro.
Llegar como unos labios salobres que se llagan.

Pájaro que picotea pedacitos de sangre,
sal marina o rosada para el pájaro amarillo,
para ese brazo largo de cera fina y dulce
que se estira en el agua salada al deshacerse.

Tristeza o pájaro, poema de Vicente Aleixandre, fallecido el 14 de diciembre de 1984.
El 14 de diciembre de 1895 nacía Paul Éluard
El 14 de diciembre de 1990 fallecía Friedrich Dürrenmatt

martes, diciembre 12, 2006

Gabriel Otero

En este valle
construimos la ciudad
creamos símbolos
dioses imaginarios
y uniones perecederas
para elegir la muerte
coronamos con laureles
a los herejes
nos creímos redimidos
por el aire respirado
y entonces
irrigamos la tierra
con la sangre
del hermano.

En este valle, poema del libro Sueños de Caín frente al espejo, de Gabriel Otero.
El 12 de diciembre de 1821 nacía Gustave Flaubert
El 12 de diciembre de 1995 fallecía Ángel Crespo
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lunes, diciembre 11, 2006

Naguib Mahfuz

Blancas nubes flotan en el espacio azul celeste, proyectando sombra sobre un extenso prado verde donde las vacas pastan apaciblemente. No hay nada que indique de qué país se trata. En primer término un niño, montado en un caballo de madera, vuelve la cara hacia el lado izquierdo para contemplar el horizonte, con los ojos misteriosamente risueños. ¿Quién será el autor de este enorme cuadro? Estaba solo en la sala de espera; era la hora de la cita concertada con el médico hacía diez días. Sobre la mesa, en medio de la sala, había diversos periódicos y revistas; colgada en la esquina estaba la foto de una mujer, acusada de secuestrar a los niños. Se dio la vuelta para divertirse un poco con el cuadro del prado: el niño, las vacas, el horizonte... A pesar de que era un cuadro de escaso valor -aparte del decorativo marco de oropel- le agradaba el inquisitivo niño que jugaba y las apacibles vacas. Pero se sintió peor: le pesaban los párpados y el corazón le latía lentamente, mientras el niño miraba el horizonte unido al suelo, siempre unido al suelo, desde cualquier ángulo que lo miraras. ¡Qué cárcel infinita! ¿Y por qué ese caballo de madera? ¿Por qué las apacibles vacas?

Fragmento de la novela El mendigo, de Naguib Mahfuz, nacido en El Cairo el 11 de diciembre de 1911.
El 11 de diciembre de 1810 nacía Alfred de Musset
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domingo, diciembre 10, 2006

Jorge Semprún

Cuando acabe esta velada, cuando recuerde esta velada, en la que, de repente, el recuerdo agudo de aquel pasado tan bien olvidado, tan perfectamente hundido en mi memoria, me despertó del sueño que era mi vida, cuando intente contar esta confusa velada, atravesada de acontecimientos tal vez fútiles, pero repletos para mí de significado, advertiré que la joven alemana de ojos verdes, Sigrid, cobra un particular relieve en el relato, advertiré que Sigrid, insensiblemente, se convierte en mi relato en el eje de esta velada, y luego de toda la noche. Sigrid, en mi relato, cobrará un particular relieve quizá naturalmente porque es, intenta con todas sus fuerzas ser, el olvido de aquel pasado que no se puede olvidar, la voluntad de olvidar aquel pasado que nada podrá abolir jamás, pero que Sigrid rechaza, expulsa de sí misma, de su vida, de todas las vidas de su alrededor, con su felicidad de cada momento presente, su aguda certeza de existir, opuesta a la aguda certeza de la muerte que aquel pasado hace rezumar como una áspera resma tonificante. Quizás este relieve, este grabado a punta seca subrayando el personaje de Sigrid en el relato que tendré eventualmente que hacer de esta velada, esta repentina y obsesionante importancia de Sigrid sólo procede de la extrema y abrasadora tensión que ella personifica, entre el peso de aquel pasado y el olvido de aquel pasado, como si su rostro liso y lavado por siglos de lluvia lenta y nórdica, que lo han pulido y modelado suavemente, su rostro eternamente puro y lozano, su cuerpo exactamente adaptado al apetito de perfección juvenil que siempre tiembla en el fondo de cada cual, y que debería provocar en todos los hombres que tienen ojos para ver, es decir, ojos realmente abiertos, realmente dispuestos a dejarse invadir por la realidad de las cosas existentes, provocar en todos ellos una urgencia desesperada de posesión, como si aquel rostro y aquel cuerpo, reproducidos por decenas, quién sabe, de millares de veces por las revistas de moda, no estuvieran allí más que para hacer olvidar el cuerpo y el rostro de Use Koch, aquel cuerpo recto y rechoncho, rectamente plantado sobre piernas rectas, firmes, aquel rostro duro y preciso...

Fragmento de la novela El largo viaje, de Jorge Semprún, nacido el 10 de diciembre de 1923.
El 10 de diciembre de 1902 nacía Dulce María Loynaz
El 10 de diciembre de 1920 nacía Clarice Lispector

sábado, diciembre 09, 2006

Clarice Lispector

¿Por qué no intentar en este momento, que no es grave, mirar por la ventana? Éste es el puente. Éste el río. He ahí la Penitenciaría. Ahí está el reloj. Y Recife. Y el canal. ¿Dónde está la piedra que siento? La piedra que aplastó la ciudad. En la forma palpable de las cosas. Porque ésta es una ciudad realizada. Su último terremoto se pierde en la memoria. Extiendo la mano y sin tristeza recorro de lejos la piedra. Algo se endurece en la flecha de acero que indica el rumbo de Otra Ciudad.
Este momento no es grave. Aprovecho y miro por la ventana. He ahí una casa. Palpo tus escaleras, las que subí en Recife. Después, la pilastra corta. Estoy viéndolo todo extremadamente bien. Nada se me escapa. La ciudad trazada. Con qué ingeniosidad. Albañiles, carpinteros, ingenieros, santeros, artesanos (éstos contaron con la muerte). Estoy viendo cada vez más claro: ésta es la casa, la mía, el puente, el río, la Penitenciaría, los bloques cuadrados de edificios, la escalera vacía, la piedra.
Pero hete aquí que surge un Caballo. Es un caballo con cuatro patas y cascos duros de piedra, pescuezo potente, y cabeza de Caballo. He ahí un caballo.
Si ésta fue una palabra resonando en el suelo duro, ¿cuál es su sentido? Qué hueco es este corazón en el pecho de la ciudad. Busco, busco. Casas, calles, escalones, monumento, poste, tu industria.
Desde la más alta muralla, miro. Busco. Desde la más alta muralla no recibo ninguna señal. Desde aquí no veo, pues tu claridad es impenetrable. Desde aquí no veo, pero siento que algo está escrito a carbón en la pared. En una pared de esta ciudad.

El manifiesto de la ciudad, texto de Clarice Lispector, fallecida el 9 de diciembre de 1977.
El 9 de diciembre de 1910 nacía Jean Genet
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viernes, diciembre 08, 2006

Thomas de Quincey

En efecto, la marcha fue forzada y durísima, en esto no se equivocaban las previsiones, pero lo demás que se prometía no fue sino un fantasma del desierto, la engañosa visión de un arco iris que, durante siete meses de aflicciones y desastres, huyó sin detenerse un instante ante los ojos enfermos de esperanza a través de soledades interminables. Por su propia naturaleza, así como por las circunstancias en que ocurrieron, estos tormentos fueron algo monótonos de colorido y forma, al igual que el paisaje de las estepas; su variedad podrá apreciarse si se trazan históricamente las sucesivas etapas del dolor de los fugitivos y se describen con exactitud tal como se fueron desarrollando bajo la doble acción, siempre en aumento, de la debilidad interna y de la presión hostil del exterior. Vistos así, en el mismo orden en que acaecieron, es curioso advertir que los sufrimientos de los tártaros, aunque modelados por manos del azar, se organizan con disposición casi escénica. Se diría que los ha combinado el talento de un artista; la intensidad de la congoja crece a medida que adelanta la marcha y las fases del desastre corresponden a las etapas del camino, de modo que al levantarse el telón que encubre la gran catástrofe distinguimos un vasto clímax de angustia, que se eleva en gradaciones regulares, como si estuviera construido por artificio para lograr un efecto pintoresco, efecto que no sería sorprendente si lo previsible fuese una velocidad pareja, o un aumento de la velocidad durante las últimas etapas de la huida.

Fragmento de La rebelión de los Tártaros, de Thomas de Quincey, fallecido el 8 de diciembre de 1859.
El 8 de diciembre de 1925 nacía Carmen Martín Gaite
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jueves, diciembre 07, 2006

José Donoso

En vez de avivar con otro leño el rescoldo que quedaba en el vientre de la cocina se fue acercando más y más al fuego que palidecía, arrebozándose más y más y más con un chal: tengo los huesos azules de frío. Ya oscurecía. El agua no amainaba, cubriendo poco a poco los trozos de ladrillo que la Cloty puso para cruzar el patio. Al otro lado, frente a la puerta de la cocina, la Lucy tenía abierta la puerta de su pieza y la vio encender una vela. La Japonesita, de vez en cuando, levantaba la cabeza para echar una mirada y ver de qué se reían tanto con la Manuela. Las últimas carcajadas, las más estridentes de toda la tarde, fueron porque la Manuela, con la boca llena de horquillas para el peinado moderno que le estaba haciendo a la Lucy, se tentó de la risa y las horquillas salieron disparadas y las dos, la Lucy y la Manuela, anduvieron un buen rato de rodillas, buscándolas por el suelo.
Quedaba un poco de luz afuera. Pero desganada, sin fuerza para vencer a las tinieblas de la cocina. La Japonesita extendió una mano para tocar una hornalla: algo de calor. Con la electricidad todo esto iba a cambiar. Esta intemperie. El agua invadía la cocina a través de las chucas formando un barro que se pegaba a todo. Tal vez entonces la agresividad del frío que se adueñaba de su cuerpo con los primeros vientos, encogiéndolo y agarrotándolo, no resultara tan imbatible.

Fragmento de la novela El lugar sin límites, de José Donoso, fallecido el 7 de diciembre de 1996.
El 7 de diciembre de 1985 fallecía Robert Graves
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miércoles, diciembre 06, 2006

Peter Handke

Desde que una vez vivió convencido, durante casi un año, de que había perdido el habla, cada frase que el escritor anotaba, y con la que incluso experimentaba el arranque de una posible continuación, se había convertido en un acontecimiento. Cada palabra no pronunciada pero hecha escritura traía las demás, y él respiraba sintiéndose de nuevo unido al mundo; únicamente con uno de esos apuntes logrados, empezaba el día para él, y entonces se encontraba a salvo, o así lo creía, hasta la mañana siguiente.
Pero ese temor a quedarse parado, a no poder seguir, incluso a tener que cortar para siempre, ¿no había estado presente toda su vida a la hora de escribir y en todas sus empresas: en el amor, en el estudio, en cualquier participación, es decir, en todo aquello que requería perseverancia? ¿El problema de su profesión no le proporcionaba acaso la parábola para explicar el de su existencia, mostrándole con ejemplos clarísimos cuál era su situación? La cuestión no era: «yo en tanto que escritor», sino más bien: «el escritor en tanto que yo». ¿Acaso no era verdad que desde aquella época en que creyó haber traspasado, sin querer, las fronteras del lenguaje, y no poder ya regresar jamás, usaba seriamente el apelativo «escritor» para dirigirse a sí mismo, día tras día en aquel recomenzar sin garantías —él, que, a pesar de llevar más de media vida sin más compañía que la idea de escribir, no había usado hasta entonces esa palabra más que a lo sumo con ironía o con vergüenza?

Fragmento de La tarde de un escritor, de Peter Handke, nacido el 6 de diciembre de 1942.
El 6 de diciembre de 1658 fallecía Baltasar Gracián

martes, diciembre 05, 2006

Alejandro Dumas

La noche anterior su paso era el de un hombre que ha visto pasar la Esperanza y corre tras ella, sin pensar que Dios le ha dado sus largas alas de azur para que los hombres no la alcancen jamás. Tenía la boca abierta y jadeante, la frente alta, los brazos extendidos; esta vez caminaba por el contrario lentamente, como el hombre que después de haberla perseguido en vano acaba de perderla de vista; su boca estaba firmemente cerrada, su frente abatida, sus brazos colgantes. La otra vez había tardado cinco minutos apenas para ir de la puerta Saint-Martin a la calle Montmartre; en esta ocasión tardó más de una hora, y otra hora más para ir de la calle Montmartre a su posada; porque en la especie de abatimiento en que había caído, poco le importaba regresar tarde o temprano, poco le importaba incluso no regresar.
Se dice que hay un Dios para los borrachos y los enamorados; ese Dios velaba, sin duda, sobre Hoffmann. Le hizo evitar las patrullas; le hizo encontrar los muelles, luego los puentes, luego su posada, a la que se retiró, para gran escándalo de su posadera, a la una y media de la mañana.

Mientras tanto, en medio de todo esto, una pequeña claridad dorada bailaba en el fondo de la imaginación de Hoffmann, como un fuego fatuo en medio de la noche. El médico, si es que aquel médico existía y no era producto de su imaginación, una alucinación de su espíritu, el médico le había dicho que Arsène había sido apartada del teatro por su amante, dado que ese amante había sentido celos de un joven del patio de butacas, con el que Arsène había intercambiado miradas demasiado tiernas.


Fragmento de La mujer del collar de terciopelo, de Alejandro Dumas, fallecido el 5 de diciembre de 1870.
Ya en la red el número de noviembre de Revista Almiar
y el 154 de Letralia
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lunes, diciembre 04, 2006

Pedro Salinas

Flotante, sin asidero,
nadador fuera del agua,
voluntario a la deriva,
por las horas, por el aire,
por el haz de la mañana.
Todo fugitivo, todo
resbaladizo, se escapa
de entre los dedos el mundo,
la tierra, la arena. Nubes,
velas, gaviotas, espumas,
blancuras desvariadas,
tiran de mí, que las sigo,
que las dejo. ¿Estoy, estaba,
estaré? Pero sin ir,
sin venir, quieto, flotando
en aquí, en allí, en azul.
Una alegría que es
el filo de la mañana
rompe, corta, desenreda
nudos, promesas, amarras.
Tropeles de sombras ninfas
huyendo van de sus cuerpos
en islas desenfrenadas.
Con su cargamento inútil
de recuerdos y de plazos
—¡ya no sirven, ya no sirven!—
el tiempo leva las anclas.
No se le ve ya. Sin tiempo,
prisa y despacio lo mismo,
¡qué de prisa, qué despacio
juegan los lejos a cercas
colgados del verdiazul
columpio de las distancias!
Su silencio echan a vuelo
enmudecidas campanas
y cumplen su juramento
los horizontes del alba:
la vida toda de día,
sin lastre, pura, flotando
ni en agua, ni en aire, en nada.

Playa, poema de Pedro Salinas, fallecido en Boston el 4 de diciembre de 1951.
El 4 de diciembre de 1932 fallecía Gustav Meyrink
El 4 de diciembre de 1994 fallecía Julio Ramón Ribeyro

domingo, diciembre 03, 2006

El prodigioso miligramo

Un día, al amanecer, la carcelera halló quieta la celda, y llena de un extraño resplandor. El prodigioso miligramo brillaba en el suelo, como un diamante inflamado de luz propia. Cerca de él yacía la hormiga heroica, patas arriba, consumida y transparente.
La noticia de su muerte y la virtud prodigiosa del miligramo se derramaron como inundación por todas las galerías. Caravanas de visitantes recorrían la celda, improvisada en capilla ardiente. Las hormigas se daban contra el suelo en su desesperación. De sus ojos, deslumbrados por la visión del miligramo, corrían lágrimas en tal abundancia que la organización de los funerales se vio complicada con un problema de drenaje. A falta de ofrendas florales suficientes, las hormigas saqueaban los depósitos para cubrir el cadáver de la víctima con pirámides de alimentos.
El hormiguero vivió días indescriptibles, mezcla de admiración, de orgullo y de dolor. Se organizaron exequias suntuosas, colmadas de bailes y banquetes. Rápidamente se inició la construcción de un santuario para el miligramo, y la hormiga incomprendida y asesinada obtuvo el honor de un mausoleo. Las autoridades fueron depuestas y acusadas de inepcia.
A duras penas logró funcionar poco después un consejo de ancianas que puso término a la prolongada etapa de orgiásticos honores. La vida volvió a su curso normal gracias a innumerables fusilamientos. Las ancianas más sagaces derivaron entonces la corriente de admiración devota que despertó el miligramo a una forma cada vez más rígida de religión oficial. Se nombraron guardianas y oficiantes. En torno al santuario fue surgiendo un círculo de grandes edificios, y una extensa burocracia comenzó a ocuparlos en rigurosa jerarquía. La capacidad del floreciente hormiguero se vio seriamente comprometida.

Fragmento del relato El prodigioso miligramo, de Juan José Arreola, fallecido el 3 de diciembre de 2001.
El 3 de diciembre de 1857 nacía Joseph Conrad
El 3 de diciembre de 1894 fallecía Robert Louis Stevenson
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viernes, diciembre 01, 2006

La vorágine

Y allá van por entre la selva, con la ilusión de la libertad, llenos de risas y proyectos, adulando al guía y prometiéndole su amistad, su recuerdo, su gratitud. Lauro Coutinho ha cortado una hoja de palma y las conduce en alto, como un pendón; Souza Machado no quiere abandonar su bolón de goma, que pesa más de dieciocho kilos, con cuyo producto piensa adquirir durante dos noches las caricias de una mujer, que sea blanca y rubia y que trascienda a brandy y a rosas; el italiano Peggi habla de salir a cualquier ciudad para emplearse de cocinero en algún hotel donde abunden las sobras y las propinas; Coutinho, el mayor, quiere casarse con una moza que tenga rentas; el indio Venancio anhela dedicarse a labrar curiaras; Pedro Fajardo aspira a comprar un techo para hospedar a su madre ciega; don Clemente Silva sueña en hallar una sepultura. ¡Es la procesión de los infelices, cuyo camino parte de la miseria y llega a la muerte!
¿Y cuál era el rumbo que perseguían? El del río Curicuriarí. Por allí entrarían al Río Negro, setenta leguas arriba de Naranjal, y pasarían a Umarituba, a pedir amparo. El señor Castanheira Fontes era muy bueno. En aquel sitio el horizonte se les ampliaba. En caso de captura, era incuestionable la explicación; salían del monte derrotados por las tambochas. Que le preguntaran al capataz.
Al cuarto día de montaña principió la crisis: las provisiones escasearon y los fangales eran intérminos. Se detuvieron a descansar, y, despojándose de las blusas, las hacían jirones para envolverse las pantorrillas, atormentadas por las sanguijuelas. Souza Machado, generoso por la fatiga, a golpes de cuchillo dividió su bolón de goma en varios pedazos para obsequiar a sus compañeros.

Fragmento de La vorágine, de José Eustasio Rivera, fallecido el 1 de diciembre de 1928.
El 1 de diciembre de 1941 nacía Jesús Moncada
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