Desde que una vez vivió convencido, durante casi un año, de que había perdido el habla, cada frase que el escritor anotaba, y con la que incluso experimentaba el arranque de una posible continuación, se había convertido en un acontecimiento. Cada palabra no pronunciada pero hecha escritura traía las demás, y él respiraba sintiéndose de nuevo unido al mundo; únicamente con uno de esos apuntes logrados, empezaba el día para él, y entonces se encontraba a salvo, o así lo creía, hasta la mañana siguiente.
Pero ese temor a quedarse parado, a no poder seguir, incluso a tener que cortar para siempre, ¿no había estado presente toda su vida a la hora de escribir y en todas sus empresas: en el amor, en el estudio, en cualquier participación, es decir, en todo aquello que requería perseverancia? ¿El problema de su profesión no le proporcionaba acaso la parábola para explicar el de su existencia, mostrándole con ejemplos clarísimos cuál era su situación? La cuestión no era: «yo en tanto que escritor», sino más bien: «el escritor en tanto que yo». ¿Acaso no era verdad que desde aquella época en que creyó haber traspasado, sin querer, las fronteras del lenguaje, y no poder ya regresar jamás, usaba seriamente el apelativo «escritor» para dirigirse a sí mismo, día tras día en aquel recomenzar sin garantías —él, que, a pesar de llevar más de media vida sin más compañía que la idea de escribir, no había usado hasta entonces esa palabra más que a lo sumo con ironía o con vergüenza?
Fragmento de La tarde de un escritor, de Peter Handke, nacido el 6 de diciembre de 1942.
No hay comentarios:
Publicar un comentario