Cuando se cansó de explorar el bastidor de sacos que hasta entonces había constituido su único horizonte verdadero, Menegildo quiso seguir a sus hermanos, que lo miraban con los ojos y los dientes. Rodó sobre el borde del lecho. El topetazo de su cabeza en la comba de una jícara interrumpió un amoroso coloquio de alacranes, cuyas colas, voluptuosamente adheridas, dibujaban un corazón de naipes al revés. Como nadie escuchaba sus gemidos, emprendió, a gatas, un largo viaje a través del bohío... En sus primeros años de vida, Menegildo aprendería, como todos los niños, que las bellezas de una vivienda se ocultan en la parte inferior de los muebles. Las superficies visibles, patinadas por el hábito y el vapor de las sopas, han perdido todo poder de atracción. Las que se ocultan, en cambio, se muestran llenas de pequeños prodigios. Pero las rodillas adultas no tienen ojos. Cuando una mesa se hace techo, ese techo está constelado de nervaduras, de vetas, que participan del mármol y de la ola. La tabla más tosca sabe ser mar tormentoso, como un maelstrom en cada nudo. Hay una cabeza de caimán, una niña desnuda y un caballo de medalla cuyas patas se esfuman en el alma de la madera. Eclipses y nubes en la piel de un taburete iluminada por el sol. Durante el día, una paz de santuario reina debajo de las camas... Pero el gran misterio se ha refugiado al pie de los armarios. El polvo transforma estas regiones en cuevas antiquísimas, con estalactitas de hilo animal que oscilan como péndulos blandos. Los insectos han trazado senderos, fuera de cuyos itinerarios se inicia el terrero de las tierras sombrías, habitadas por arañas carnívoras. Allí suelen encontrarse tesoros insospechados, ocultos por el polen estéril de la materia desgastada: un centavo de cobre, una aguja, una bola de papel plateado...Fragmento de la novela
Ecue-Yamba-O, de
Alejo Carpentier, nacido el 26 de diciembre de 1904.
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