Tanto si es la primera vez que vas al Sahara como si es la décima, lo primero que percibes de inmediato es el silencio. Si estás fuera de una población, un silencio increíble, absoluto, y si no, incluso en lugares bulliciosos como un mercado, algo callado en el aire. Parece que el silencio fuese una fuerza consciente que, molesta por la intrusión del sonido, lo redujera al mínimo y lo dispersara en seguida. Luego está el cielo, comparado con el cual todos los demás cielos parecen intentos fallidos. Rotundo y luminoso, es siempre el punto focal del paisaje. En el ocaso, la sombra precisa y curva de la tierra penetra en él y se eleva rápida del horizonte cortándolo en la mitad luminosa y la oscura. Cuando se ha disipado toda la luz diurna y el firmamento está cuajado de estrellas, sigue siendo un azul intenso y ardiente, cuyo punto más oscuro se encuentra en el cénit y va empalideciendo a medida que se aproxima a la tierra, de manera que la noche no llega a ser oscura del todo.
Si dejas atrás la puerta del fortín o del pueblo y, pasando ante los camellos que están tendidos fuera, subes a las dunas o sales al llano duro y pedregoso y te quedas un momento de pie, solo, al cabo de un rato, o bien sientes un escalofrío y vuelves corriendo dentro del fuerte o te quedas fuera y dejas que te ocurra algo muy curioso, algo que han experimentado todos los que viven allí y que los franceses llaman le bapteme de la solitude. Es una sensación única y no tiene nada que ver con la sensación de soledad, porque esto presupone una memoria. Aquí, en este paisaje absolutamente mineral iluminado por estrellas como llamaradas desaparece incluso la memoria; no queda nada más que tu propio aliento y el palpitar de los latidos de tu corazón.
Fragmento del relato Bautismo de soledad, de Paul Bowles, nacido en Nueva York el 30 de diciembre de 1910.
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