En la vida de los héroes, como en la de los santos, hay siempre horas de ceguedad, desconcierto y desmayo. El ilustre tarasconés no había de ser una excepción, y por eso, durante dos meses, olvidado de los leones y de la gloria, se embriagó de amor oriental, y, como Aníbal en Capua, se durmió en las delicias de Argel la blanca.
El buen hombre había alquilado, en el corazón de la ciudad árabe, una linda casita indígena, con patio interior, plátanos, frescas galerías y fuentes. Allí vivía, lejos de todo ruido, en compañía de su mora. Moro él también de pies a cabeza, se pasaba el día fumando el narguile y comiendo dulces almizclados.
Tendida en un diván enfrente de él, Baya, guitarra en mano, gangueaba tonadillas monótonas, o bien, para distraer al señor, se zarandeaba en la danza del vientre, con un espejo en la mano para mirarse los blancos dientes y hacerse visajes.
Como la dama no sabía una palabra de francés, ni Tartarín una palabra de árabe, la conversación languidecía algunas veces, y el charlatán tarasconés se vio reducido a hacer penitencia por las intemperancias de lenguaje de que fue culpable en la botica de Bezuquet y en casa de Costecalde el armero.
Pero aun aquella penitencia no carecía de encanto; era como un esplín voluptuoso lo que experimentaba, permaneciendo todo el día sin hablar, escuchando el gluglú del narguile, el rasgueo de la guitarra y el leve ruido de la fuente en los mosaicos del patio.
El narguile, el baño y el amor llenaban toda su vida.
Fragmento de la novela Tartarín de Tarascón, de Alphonse Daudet, fallecido el 16 de diciembre de 1897.
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