Benjamín, el más joven de los cuatro, era una carga para los hermanos. Era disoluto y nada formal; si había ocasión, se emborrachaba hasta el amanecer y después salía por ahí, cantando gloriosamente. Parecía tan joven, tan desamparado y tan perdido que eran muchas las mujeres que se compadecían de él y por esta razón Benjamin se encontraba frecuentemente metido en líos con alguna mujer. Cuando estaba borracho y canturreaba con la mirada perdida, las mujeres sentían deseos de estrecharlo contra su pecho y protegerlo de sus tropiezos. Las que lo amparaban se sorprendían siempre al verse seducidas. Nunca sabían cómo había ocurrido, pues su desamparo era absoluto. Hacía todo tan mal, que todo el mundo trataba de ayudarle. Su joven esposa, Jennie, trabajaba para mantenerlo apartado del hurto. Cuando le oía cantar por la noche y sabía que otra vez estaba borracho, rezaba para que no se cayera y no se hiciera daño. El canturreo se perdía en la noche y Jennie sabía que antes de que saliera el sol, alguna muchacha perpleja y espantada habría pasado la noche con él. Entonces lloraba quedamente, por miedo a que Benjy se hiciera daño.
Benjy era feliz y traía felicidad y tristeza a todo el que le conocía. Mentía, robaba un poco, hacía trampas, no mantenía su palabra y abusaba de los favores; y todo el mundo quería a Benjy y lo disculpaba y lo protegía. Cuando las familias se trasladaron al oeste, llevaron a Benjy con ellos, por miedo a que se muriera de hambre si lo dejaban en Vermont.Fragmento de la novela
A un dios desconocido, de
John Steinbeck, fallecido el 20 de diciembre de 1968.
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