Le había entusiasmado ser actriz porque a su entender el teatro era nada menos que la verdad. Una verdad superior. Al actuar en una obra, una de las grandes obras, una se volvía mejor de lo que realmente era. Sólo decía palabras que estaban esculpidas, que eran necesarias, exaltantes. Una siempre parecía tan hermosa como podía serlo a su edad, gracias al artificio. Cada uno de sus movimientos tenía un significado amplio y generoso. Sentía que aquello que debía expresar en el escenario la mejoraba. Ahora podía suceder que, en medio de una amable diatriba de su amado Shakespeare, o de Schiller o Slowacki, girando con un pesado vestido, gesticulando, declamando, percibiendo que el público se rendía a su arte, no se sintiera más que ella misma. La antigua emoción que transfiguraba su yo había desaparecido. Incluso el miedo escénico, ese trastorno que necesita el auténtico profesional, la había abandonado. La bofetada de Gabriela había hecho que despertara. Al cabo de una hora Maryna se puso la peluca y una corona de cartón piedra, se miró por última vez en el espejo y salió para llevar a cabo una actuación que, de acuerdo con el nivel que ella misma se fijaba, no estuvo del todo mal.
Fragmento de la novela En América, de Susan Sontag, fallecida el 28 de diciembre de 2004.
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