Aquel coloquio silencioso tal vez fuera más intenso porque subyaciente a él y atravesándolo se imponía el profundo deseo que realmente había motivado su regreso a Lowick. El deseo era ver a Will Ladislaw. No veía el bien que pudiera resultar de un encuentro: estaba impotente, con las manos atadas, por haber intentado compensarle por la injusticia que le había deparado el destino. Pero su alma ansiaba verle. ¿Cómo podía ser de otro modo? Si en los días en que existía el encantamiento, una princesa hubiera visto a un animal cuadrúpedo, de los que viven en rebaños, acudir a ella una y otra vez con una mirada humana de preferencia y súplica, ¿en qué pensaría durante sus viajes? ¿qué buscaría cuando los rebaños pasaran junto a ella? Sin duda aquella mirada que la había encontrado y que ella reconocería. La vida no sería más que oropel de noche o basura de día si el pasado no afectara a nuestro espíritu empujándolo hacia el brotar de anhelos y perseverancias. Era cierto que Dorothea quería conocer mejor a los Farebrother, y sobre todo hablar con el nuevo rector, pero también lo era que, recordando lo que Lydgate dijera acerca de Will Ladislaw y la menuda señorita Noble confiaba en que Will iría a Lowick a ver a la familia Farebrother. El primer domingo, antes siquiera de entrar a la iglesia, Dorothea le vio como le viera la última vez que estuvo allí, solo en el banco del vicario; pero cuando entró su figura había desaparecido.
Fragmento de la novela Middlemarch, de Mary Anne Evans (George Eliot), nacida el 22 de noviembre de 1819.
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