El viaje fue largo. Sólo había dos o tres pasajeros en esa línea secundaria, casi olvidada, que es recorrida por un único tren semanal. Nunca había visto yo nada parecido a esos arcaicos vagones, grandes como salones, sombríos y llenos de recovecos. En otras líneas ya hace mucho tiempo que fueron retirados de la circulación. Esos pasillos oblicuos y angulosos, esos compartimientos embrollados, vacíos y fríos, causaban una impresión más bien espantosa por su extraño abandono. Fui de un vagón a otro buscando un rincón confortable. El viento se colaba por todas partes; las corrientes de aire atravesaban el tren de punta a punta. Aquí y allá algunas personas estaban sentadas en el piso con sus petates, sin atreverse a ocupar los bancos, demasiado altos. Por otra parte, esos asientos gibosos, recubiertos de hule, estaban helados y su antigüedad los volvía viscosos. El tren atravesaba pequeñas estaciones desiertas, en las que no subía ningún nuevo pasajero. Proseguía su ruta sin ruido, sin pitadas, suavemente, como arrastrado por un sueño.Durante un rato tuve la compañía de un hombre que vestía un deshilachado uniforme de ferroviario. Silencioso, enfrascado en sus pensamientos, apretaba un pañuelo contra su rostro inflado y doloroso. De pronto desapareció sin que yo lo advirtiera, en una parada del tren. De él no quedó más rastro que la paja hundida allí donde había estado sentado, y una pobre valija que dejó abandonada.Fragmento del relato
El sanatorio del sepulturero, de
Bruno Schulz, fallecido el 19 de noviembre de 1942.
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