Sospechando que había algo más, Conrad recorría las calles, inspeccionando los relojes abandonados, en busca de una pista que lo llevase al verdadero secreto. La mayoría de las esferas habían sido mutiladas, y les habían arrancado las manecillas, los numerales, y el círculo de diminutos intervalos: sólo quedaba una sombra tenue de herrumbre. Distribuidos aparentemente al azar por toda la ciudad, sobre tiendas, bancos y edificios públicos, era difícil descubrir el verdadero propósito de estos mecanismos. Había una cosa clara: medían el paso del tiempo a través de doce intervalos arbitrarios; pero ése no parecía motivo suficiente para que hubiesen sido proscritos. Al fin y al cabo había en uso general una gran variedad de marcadores de tiempo: en cocinas, fábricas, hospitales, en los sitios donde había necesidad de medir un período determinado. El padre tenía uno junto a la cama. Encerrado en la cajita negra característica, y movido por unas pilas en miniatura, emitía un silbido agudo y penetrante poco antes del desayuno, y lo despertaba a uno si se había quedado dormido. Un reloj no era más que un marcador de tiempo graduado, en muchos sentidos menos útil, que ofrecía una corriente constante de información inoportuna. ¿Para qué servía que fuesen las tres y media, según el viejo cómputo, si uno no planeaba empezar o terminar nada a esa hora?Fragmento de la narración
Cronopolis, de
James Graham Ballard, nacido el 15 de noviembre de 1930.
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