La primera grieta apareció en una gran laja natural, lisa como la mesa de los vientos, en algún lugar de estos montes Alberes que, en el extremo oriental de la cordillera, van descendiendo acompasadamente hacia el mar y por donde vagan ahora los desventurados canes de Cerbère, alusión nada descabellada en tiempo y lugar, pues todas estas cosas, hasta cuando no lo parecen, están trabadas entre sí. Expulsado, como queda dicho, de la pitanza doméstica, y forzado en consecuencia por necesidad a recordar en la memoria inconsciente las mañas de sus antepasados cazadores para conseguir atrapar algún gazapo extraviado, uno de esos canes, de nombre Ardent, gracias al finísimo oído de que está dotada la especie, habrá sentido restallar la piedra y, no murmurando sólo porque no puede, se acercó a ella, dilatando las narices, erizado el pelo, con tanta curiosidad como miedo. La hendidura, sutil, recordaría al observador humano una raya hecha con la punta afilada de un lápiz, muy diferente de aquel otro trazo con un palo, en tierra dura, o en el polvo suelto y blando, o en el barro, si con tales devaneos perdiésemos nuestro tiempo. Sin embargo, mientras el perro se acercaba, la grieta se fue ensanchando, se hizo más profunda y avanzó, desgarrando la piedra, hasta los extremos de la laja, y después de allá para acá, cabría dentro la mano entera, el brazo también en grosor y largura, si hubiese aquí hombre con valor para medir tal fenómeno. El perro Ardent rondaba inquieto, pero no podía huir, atraído por aquella serpiente de la que ya no se veía ni cabeza ni cola y súbitamente perdido, sin saber de qué lado quedarse, si en Francia, donde estaba, si en España, distante ya tres cuartas.
Fragmento de La balsa de piedra, de José Saramago, nacido el 16 de noviembre de 1922.
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