Calles que vienen de las dársenas con su hacinamiento de casas destartaladas y decrépitas, que se echan a la cara el aliento, que zozobran. Persianas cerradas en los balcones bullentes de ratas y de viejas con el pelo lleno de sangre seca de garrapatas. Paredes desconchadas y borrachas que se inclinan al este y al oeste de su verdadero centro de gravedad. Cinta negra de las moscas que se anudan a los labios y a los ojos de los niños, húmedas perlas de las moscas estivales, invadiéndolo todo; bajo el peso de sus cuerpos caen los papeles matamoscas colgados en las puertas violetas de tiendas y cafés. Olor a sudor de los berberídeos, un olor como de alfombra de escalera en descomposición. Y los ruidos de la calle: grito agudo del aguatero que golpea sus recipientes de metal para anunciarse, chillidos inesperados dominando de vez en cuando el estrépito como si provinieran de algún animal pequeño y delicado al que arrancan las entrañas. Llagas como pantanos... la incubación de la miseria humana cobra tales proporciones que uno se queda estupefacto y todos los sentimientos humanos se desbordan y convierten en asco y terror.
Hubiera querido tener la audacia con que Justine se abría paso por esas calles hasta el café El Bab, donde yo la esperaba.
Fragmento de Justine, primera parte de la tetralogía El cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell, fallecido el 7 de noviembre de 1990.
Comentarios
No hay comentarios:
Publicar un comentario