Letralia, la revista de los escritores
hispanoamericanos en Internet.
Escuchó la fuga de un eco en su memoria. Supo entonces que todo lo ocurrido después no merecía la pena. No fueron más que puñetazos al aire, bocanadas de humo sin cigarrillo, reflejos de un eclipse. 
-Lo que yo quisiera -decía Luciano- es contar la historia, no de un personaje, sino de un sitio -mira, por ejemplo, de una de esas avenidas, contar lo que sucede en ella- desde por la mañana hasta la noche. Llegan primero niñeras, nodrizas llenas de lazos... No, no..., primero gentes muy grises, sin sexo ni edad, a barrer la avenida, a regar el césped, a cambiar las flores, a fin de preparar el escenario y la decoración antes de abrirse las puertas, ¿comprendes? Entonces es cuando llegan las nodrizas. Unos chicuelos juegan con la arena y riñen entre ellos; las niñeras les pegan. Después, es la salida de los colegios, y más tarde de las obreras. Hay pobres que vienen a comer, en un banco. Luego gentes que se buscan; otras que se huyen; otras que se aíslan, soñadoras. Y después la multitud, en el momento de la música y de la salida de los almacenes. Estudiantes, como ahora. Al atardecer, amantes que se besan y otros que se separan, llorando. Y, finalmente, al anochecer, una pareja de viejos... Y de pronto, un redoble de tambor: cierran. Todo el mundo sale. Se acabó la comedia. ¿Comprendes? Algo que diese la impresión del final de todo, de la muerte..., pero sin hablar de la muerte, naturalmente.
El género humano pensante, es decir, la cienmilésima parte del género humano como máximo, siempre ha creído, o al menos ha repetido con mucha frecuencia, que sólo tenemos ideas gracias a nuestros sentidos, y que la memoria es el único instrumento por el que podemos unir dos ideas y dos palabras.
Daniel J. Montoly (República Dominicana, 1968), finalista en el concurso de poesía Latin Poets for Humanity, ganador del concurso de poesía de la revista Niedenrgasse y del "Editor’s Choice Award" de The Internacional Poets Society.
Hoy cumple 83 años el escritor portugués José Saramago, autor de la novela Ensayo sobre la ceguera, al que pertenece el siguiente párrafo:
Hoy se cumplen 171 años del nacimiento del escritor argentino José Hernández, conocido sobre todo por su Martín Fierro, del que transcribo algunos versos:
Samuel se meció suavemente en su cajón en medio de los muebles. Era la habitación más repleta de Inglaterra. Cuántos cientos de casas habían sido volcadas aquí, con sus mesas y sus sillas derramándose como un torrente de madera, los armarios y los aparadores trepando por sogas hasta la ventana y posándose luego como pájaros. Las otras habitaciones, al otro lado de aquella puerta atrancada, debían ser todavía más altas y oscuras que ésta, con la forma muda y negra del piano cerrado como una montaña bajo el sudario de alfombras, y Rose, con su peineta como la proa de un barco, zambulléndose en su oscuridad, y echada toda la noche, inmóvil y silenciosa, donde había caído. Ahora estaba inmóvil, como muerta, sobre una cama desvencijada, entre la columna de sillas, enterrada viva, blanda y gorda, perdida en una tumba, dentro de una casa.
El resorte se disparó, hizo un ruido leve y, lentamente, bajó el disco. Hubo una pausa. Algo, como una corriente de aire casi imperceptible, fue aumentando en intensidad. Entreabrió una puerta y descendió por unos escalones que daban a un patio interior. Tropezó con algo sólido y opaco y blasfemó en voz baja. Luego se dirigió a un breve pasadizo, al otro lado del patio, y se arremolinó. Ahora se oía la música alejada, sorda, filtrada. Era una noche silenciosa y tranquila, de gran suavidad, con el aroma de la primavera cayendo desde los árboles.
El indio Fabián caminaba imaginando la cara que su pequeño hijo pondría al ver el cuarzo. El bloque traslúcido erizado de varillas refulgentes, estaba con la calabaza y la cuchara de palo del yantar y otros trastos, en el fondo de las alforjas que le ceñían el hombro. Un quebrado sendero, ágil equilibrista de breñales andinos, aumentaba la brusquedad de su paso, por lo cual los objetos de las alforjas se entrechocaban produciendo un ruido monótono que rimaba con el choclear de las ojotas. Más allá, en torno del viajero, sólo había silencio. La puna estaba cargada de noche. Un ligero viento no conseguía silbar entre las pajas.