Por la tarde hice mi cuarto de guardia como de costumbre. Una calma chicha envolvía el barco y parecía mantenerlo inmóvil en una llameante atmósfera compuesta de dos tonos de azul. Ráfagas breves y calientes caían sin fuerza de lo alto de las velas. A pesar de todo, el barco avanzaba. Había debido avanzar, pues en el momento de la puesta del sol pasamos frente al cabo Liant y al poco tiempo lo dejábamos atrás: siniestra forma fugitiva bajo las últimas luces del crepúsculo.
A la noche, bajo la luz cruda de su lámpara, mister Burns parecía haber salido a la superficie de su lecho. Hubiérase dicho que, por fin, lo había soltado una mano opresora. A mis pocas palabras, contestó con un discurso relativamente largo y coherente. Se sentía más fuerte. Si pudiese librarse de la asfixia de aquel calor estancado, me decía, estaba seguro de que podría subir al puente y en estado de ayudarme dentro de dos o tres días.
Mientras me hablaba, yo lo contemplaba temiendo que aquel enérgico esfuerzo lo hiciese caer inanimado ante mis ojos. No puedo negar, sin embargo, que su buena voluntad tenía algo de consolador. Le di una respuesta apropiada, pero declarándole que la única cosa que podía ayudarnos era el viento, un buen viento.
Sacudió con impaciencia su cabeza sobre la almohada, y lo que agregó no fue ya demasiado consolador. Nuevamente le oía murmurar cosas absurdas referentes al difunto capitán, aquel viejo ahogado a los 8º 20' de latitud, precisamente en nuestra ruta... emboscado a la entrada del golfo.
Fragmento de la novela La línea de sombra, de Joseph Conrad, nacido el 3 de diciembre de 1857 en Berdichev, Polonia (hoy Ucrania).
El arte del novelista
El corazón de las tinieblas (zip)
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