Se cansaron de mirar el pueblo cerrado, muerto, que comenzaba frente a la estación. Después de unas horas ya no les importó: se agruparon alrededor de lo que conocían: de sus fusiles y morrales y de sus amigos; y ya no esperaron nada.
La distancia entre la estación y el cuartel era corta y la caminaron en silencio, por calles y por casas en silencio.
El cuartel era sucio y casi deshabitado. Entraron caminando hasta el patio central rodeado de arcos y de puertas, embaldosado de ladrillos rojos y frescos. Comenzaron a formar: dejaron caer los morrales a un lado y descansaron los fusiles al otro, se movieron hacia adelante, hacia atrás, con pasos cortos y seguidos, alineándose; luego, quietos, a discreción, se numeraron. Cuando dieron la orden de romper filas, ya sabían a qué puertas dirigirse y sobre qué canastos tirar los cascos y tender las mantas. Ya eran ellos mismos otra vez: ya habían recuperado su rutina.
Fragmento de La casa grande, del escritor colombiano Alvaro Cepeda Samudio, nacido en Ciénaga (Magdalena) el 30 de marzo de 1923.
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