Vivir es recorrer el tiempo, pero recorrerlo como quien avanza por un alambre, desequilibrándose ahora hacia un lado y mañana hacia el otro, y así iba viviendo yo, sin conocer el equilibrio, procurando correr cada vez más para olvidarme del vacío que me rodeaba y llegar cuanto antes, no ya a un hogar, ni tampoco a un jardín inefable como el que solían hallar los caballeros tras muchas fatigas, sino a un lugar siquiera ligeramente más seguro que el propio alambre: a un escalón, a una barra, al cabo de una cuerda sujeta en algún sitio. Mi actividad era, en esa época, frenética. Concertaba citas con todo el mundo: con mis antiguos compañeros de trabajo; con los fisioterapeutas que habían dirigido mi rehabilitación y con el psicólogo que me había ayudado en los momentos de crisis; con mis asesores bancarios; con los periodistas que alguna vez me habían pedido un artículo; con los libreros que, justo cuando el accidente, me habían hablado de una edición excepcionalmente hermosa de las obras completas de Baudelaire; con todos ellos y con muchísimos más. Naturalmente, la gran mayoría de esas citas no tenía sentido alguno. Pero, como ya he dicho, lo que yo quería era correr, escapar, huir de una situación que era como mi propia sombra. Por las noches, mi carrera continuaba, más deprisa si cabe: aparte de los clubes de siempre, visité otros que antes había considerado excesivamente barriobajeros. En uno de éstos conocí a un chico que se hacía llamar Carla. "¿Y tú quién eres?", me preguntó después de presentarse. Yo le respondí: "Soy el cojo que quiere correr".Fragmento del relato
Un traductor en París, de
Bernardo Atxaga, nacido en Guipúzcoa el 27 de julio de 1951.
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