Andaba por las calles siempre con el sombrero en la mano, por mucho frío que hiciese o por mucho que quemase el sol. A lo más, se le vio alguna vez protegiendo con su chistera chata, pero de ala ancha, su cabeza, como una sombrilla. Su pelo gris estaba peinado formando una crencha lisa pegada al cráneo, que terminaba detrás en una coleta tan apretada y tan atada que ni siquiera se movía; una de las últimas coletas de Praga, cuando ya no existían más que dos o tres. Su frac, de color verde, con botones dorados, tenía un cuerpo muy corto, pero en cambio unos faldones muy largos, que chocaban a cada paso con las delgadas pantorrillas del señor Rybar cuando paseaba su cuerpecillo delgado por aquellas calles de Dios. Cubría su pecho con un chaleco blanco, y los pantalones, negros, sólo le llegaban hasta debajo de la rodilla, donde lucía dos hebillas de plata, a las que seguían dos medias blancas como la nieve, que terminaban en otras dos hebillas de plata y en dos zapatos bastante grandes.Fragmento del relato
Hastrman, del escritor checo
Jan Neruda, nacido el 9 de julio de 1834.
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