sábado, julio 29, 2006

Chester Himes

Piel de Ébano, con sus ojos saltones de manchas amarillas, recorrió la fachada parduzca del hotel Majestic, del otro lado de la calle. Su mirada se detenía un momento en cada mujer de piel clara que cruzaba. En las esquinas de la calle, allí en el Central Avenue, divisó una muchacha de tez clara que subía a un coche cerrado, verde, pero un tranvía ruidoso se interpuso. Se pellizcó los labios rojos y los humedeció con la lengua. Echó a correr, a pesar de sus pies planos. Un coche pitó, rechinando los frenos, pero él ni siquiera se volvió. Un chófer de taxi lo insultó al pasar; apretó los dientes enseñando ligeramente las encías, pero la expresión irreal de su rostro descompuesto no cambió.
Torció a la derecha, delante del Majestic, se tropezó con un dandy de piel morena que estaba con dos mujeres viejas y muy pintadas, y, jadeando, se detuvo en la esquina de la calle. Él coche verde se saltó el semáforo rojo y arrancó con un gemido de caja de velocidades, dejando tras de sí un olor a caucho quemado.
Pero el coche había arrancado demasiado tarde y Piel de Ébano había tenido tiempo de ver la hermosa carita de María y el perfil de un chófer nervioso, encorvado sobre el volante.

Fragmento del relato La noche está hecha para llorar, de Chester Himes, nacido el 29 de julio de 1909.

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