domingo, abril 02, 2006

Zola

Pero Denise seguía absorta ante los tenderetes de la puerta principal, colocados al aire libre, en plena acera: un cúmulo de oportunidades para tentar a las clientes, para que las gangas las hicieran detenerse al pasar. Desde bien arriba, colgando de la entreplanta, pendían las piezas de lana y los paños, merinos, cheviots y muletones, ondeando como banderas; sobre sus tonos neutros, gris pizarra, azul marino, verde oliva, destacaba la cartulina blanca de las etiquetas. Algo más abajo, enmarcando el umbral, colgaban finas tiras de piel para guarniciones de vestidos: la suave ceniza de los lomos de petigrís, la nívea pureza de los vientres de cisne, el pelo de conejo de las imitaciones de marta y armiño. Por último, abajo del todo, estaban dispuestos varios casilleros y mesas, rebosantes de retales y de un aluvión de artículos de calcetería casi regalados, guantes y toquillas de punto, capuchas, chalecos, todo tipo de prendas invernales multicolores, jaspeadas, a rayas o con toques rojizos, como salpicadas de sangre. Denise vio un tartán a cuarenta y cinco céntimos, orlas de visón americano a un franco y mitones a veinticinco céntimos. Era como si los almacenes, repletos hasta reventar, desembalasen el exceso de mercancías en un gigantesco baratillo de feria.

Fragmento de la novela El paraíso de las damas, de Émile Zola, nacido en París el 2 de abril de 1840.
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