martes, septiembre 26, 2006

Alberto Moravia

El agua subía lentamente con un cosquilleo delicioso, primero hasta el vientre, después hasta el pecho, luego hasta el cuello. Apenas sentía que no hacía pie se lanzaba a nadar y, siempre nadando, daba una vuelta en torno a los escollos, o bien iba de un punto a otro de la costa. Mientras nadaba, advertía que no pensaba en nada y esto le agradaba. A veces se tendía de espaldas, con los brazos abiertos, y cerraba los ojos, dejando que la corriente, con leves impulsos, lo llevara por el mar tranquilo hacia metas imprevistas. Estaba un rato así, supino en el agua, los ojos cerrados, las orejas acariciadas por las ondas; luego abría los ojos y veía, en medio de una luz intensa, cómo la gran roca roja de la isla se desplomaba sobre él en un cielo ardiente. El baño resultaba lo más agradable de su jornada, pues era lo que lo distraía más que nada. Después del baño subía al pueblo, comía solo en una trattoria, después regresaba a su cuarto y trataba de dormir un par de horas. Mientras tenía algo concreto que hacer, como nadar o comer o tomar el sol, lograba fácilmente no pensar en su amante y en el dolor de haberse separado de ella. Pero por la tarde, en esas largas horas lánguidas y vacías, le asaltaba una especie de excitado tedio, amargo, como de una espera que sabía que jamás quedaría satisfecha. Así, esforzándose por distraerse, sin conseguirlo, llegaba a la noche agotado y rabioso.

Fragmento del relato El amante desdichado, de Alberto Moravia, fallecido el 26 de septiembre de 1990.
El 26 de septiembre de 1888 nacía TS Eliot
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