Las casas de los mineros, teñidas de negro, se elevaban al mismo nivel sobre el pavimento, con esa intimidad y recogimiento de los hogares mineros con más de cien años. Bordeaban todo el camino. La carretera se había convertido en calle, y al ir bajando se olvidaba inmediatamente el paisaje abierto y ondulante donde los castillos y palacios seguían teniendo una presencia dominante, pero de fantasmas. Ahora se estaba escasamente por encima de la maraña de las desnudas redes ferroviarias, y las fundiciones y otras instalaciones fabriles se alzaban ante uno hasta llegar a verse sólo muros. Y el hierro crujía con un eco repetido y enorme; grandes camiones hacían temblar la tierra y se oía el pitido de las sirenas.
Y, sin embargo, una vez que se había llegado abajo, al corazón de los vericuetos retorcidos del pueblo, detrás de la iglesia, se volvía a estar en el mundo de dos siglos atrás, en el laberinto de calles donde estaba «El Escudo de Chatterley» y la vieja farmacia, calles que solían conducir al mundo salvaje y abierto de los castillos y de los nobles palacios de recreo.
Fragmento de El amante de Lady Chatterley, de David Herbert Lawrence, nacido el 11 de septiembre de 1885.
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