Desde que estamos aquí, nuestra vida anterior ha quedado rota sin que nosotros hayamos tomado parte en ello. A veces intentamos recuperarla lanzando una ojeada a nuestras espaldas, al pasado; intentamos encontrar una explicación a este hecho, pero no lo conseguimos. Precisamente para nosotros, muchachos de veinte años, todo resulta particularmente turbio. Para Kropp, Müller, Leer, para mí, para todos nosotros, a quienes Kantorek señala como la juventud de hierro. Los que son mayores están ligados con más fuerza al pasado; tienen una base, mujer, hijos, profesión, intereses, ataduras tan fuertes ya, que la guerra no puede destruir. Pero nosotros, los de veinte años, sólo tenemos a nuestros padres, y, algunos, a la novia. No es gran cosa, pues a nuestra edad es cuando la autoridad de los padres es más débil y las muchachas no nos dominan todavía. Exceptuando esto, no existía mucho más para nosotros; un poco de fantasía, algunas aficiones y la escuela; nuestra vida no llegaba más allá. De todo esto no ha quedado nada. Kantorek diría que nos encontramos justamente en el umbral de la existencia. Debe ser así, poco más o menos. No habíamos echado raíces y la guerra nos ha arrancado; se nos ha llevado, como un río, en medio de su corriente. Para los que son mayores, la guerra es una interrupción, pueden seguir pensando más allá de este hecho. Pero a nosotros nos ha cogido de lleno y no sabemos cómo terminará. Lo único que conocemos ahora es que nos ha embrutecido de una manera extraña y melancólica, a pesar de que, a menudo, no podamos ni siquiera sentirnos tristes.Fragmento de la novela
Sin novedad en el frente, de
Erich Maria Remarque, fallecido el 25 de septiembre de 1970.
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