sábado, marzo 03, 2007

Arthur Machen

Era invierno y al comenzar la tarde cubría la ciudad una espesa niebla blanca que se iba adensando a medida que pasaban las horas; recuerdo que, como era domingo, las gentes de casa habían ido al templo. A eso de las tres de la tarde salí a hurtadillas y me alejé lo más aprisa que pude, aunque me sentía débil del poco comer. Un vapor blanco envolvía las calles en silencio. Las ramas desnudas de los árboles estaban cubiertas de escarcha y, en las vallas de madera y bajo mis pies, en el suelo frío y cruel, relucían los cristales de la helada. Seguí andando, doblando las esquinas a la derecha y a la izquierda, sin mirar el nombre de las calles por donde pasaba; los recuerdos de mi larga caminata ese domingo por la tarde parecen los fragmentos despedazados de un mal sueño. Avanzaba vacilante, sumida en una visión confusa, a través de caminos que eran a medias de la ciudad y a medias del campo, viendo a un lado tierras grises que se perdían en un oscuro mundo de neblina y al otro cómodas villas con las paredes iluminadas por el resplandor de las chimeneas; todo era irreal, los rojos muros de ladrillo y las ventanas encendidas, los árboles imprecisos y los prados de luz dudosa, los mecheros de gas que relucían como estrellas en las sombras blancas, las perspectivas en fuga de las vías del tren bajo los altos parapetos, el rojo y el verde de las señales luminosas: imágenes fugaces que destellaban en mi cerebro cansado y en mis sentidos embotados por el hambre. De cuando en cuando resonaban en el pavimento unos pasos y junto a mí pasaba un transeúnte muy abrigado, caminando rápidamente para no perder el calor, y sin duda anticipando con impaciencia el placer del hogar encendido, las cortinas corridas sobre las ventanas heladas y la bienvenida de sus amigos; pero el aire no tardó en oscurecerse, empezó a caer la noche, encontré cada vez menos gente y seguí recorriendo las calles desiertas. Me tambaleaba en medio del blanco silencio, inconsolable como si pisara las calles de una ciudad sepultada; a cada paso me sentía más débil y fatigada, y algo del horror de la muerte me apretaba el corazón. De pronto, al dar vuelta a una esquina, alguien se acercó a mí junto a un farol y una voz me preguntó cortésmente cómo llegar a la calle Avon. Escuchar una voz humana fue una sorpresa abrumadora que me robó las pocas fuerzas que me quedaban; caí por tierra hecha un ovillo y rompí a sollozar, a llorar, a reír, presa de un violento ataque de histeria.

Fragmento de Los tres impostores, de Arthur Machen, nacido el 3 de marzo de 1863.
Breve nota sobre la novela El Terror, de Arthur Machen
El 3 de marzo de 1996 fallecía Marguerite Duras
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