La mujer que se presenta al espectador como un cuadro compuesto y acabado es, para la mente contemplativa, el mayor de los peligros. A veces, uno encuentra una mujer que es bestia en trance de hacerse humana. Cada movimiento de esta persona se reducirá a la imagen de una experiencia olvidada, espejismo de una boda eterna proyectado sobre la memoria racial; una alegría tan insoportable como lo sería la visión de un antílope bajando por una arboleda, coronado de azahar, con un velo nupcial y una pata levantada en actitud temerosa, caminando con el pálpito de la carne que se hará mito; al igual que el unicornio no es ni hombre ni animal disminuido sino ansia humana que comprime el pecho contra su presa.
Esa mujer es la portadora de gérmenes del pasado: delante de ella nos duele la estructura de la cabeza y las mandíbulas; nos parece que podríamos comérnosla, a ella que es la muerte devorada que vuelve porque sólo entonces acercamos la cara a la sangre que hay en los labios de nuestros antepasados.Fragmento de la novela
El bosque de la noche, de
Djuna Barnes, nacida en
New York el 12 de junio de 1892.
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