Allí abandoné el camino y me senté a descansar. Recogí un poco de brezo y algunas ramas de enebro y me hice un lecho en una ladera casi seca. Abrí mi paquete y saqué la colcha. Fatigado, rendido por la larga caminata, me acosté inmediatamente, me agité y me revolví muchas veces antes de encontrar una buena postura. Mi oreja, herida por el trallazo del hombre de la carreta de heno, me dolía un poco, estaba ligeramente hinchada y no podía echarme sobre ella. Me quité los zapatos, los puse bajo mi cabeza, y encima de ellos el gran papel en que había envuelto la manta.
La oscuridad reinaba en torno a mí; todo estaba tranquilo, todo. Pero en las alturas zumbaba el eterno canto de la atmósfera, ese bordoneo lejano, sin modulaciones, que jamás se calla. Presté atención tanto tiempo a ese murmullo sin fin, a ese murmullo morboso, que comenzó a turbarme. Eran, sin duda, las sinfonías de los mundos girando en el espacio por encima de mí, las estrellas que entonaban un himno...
Fragmento de la novela Hambre, de Knut Hamsun, nacido el 4 de agosto de 1859.
El 4 de agosto de 1875 fallecía Hans Christian Andersen
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