Un experimento fácil demuestra, mejor que cualquier otro, que las abejas reconocen a su reina y sienten hacia ella verdadero cariño. Sacad la reina de una colmena y bien pronto veréis producirse todos los fenómenos de angustia y desesperación que he descripto en el capítulo anterior. Devolvédsela pocas horas después y todas sus hijas correrán a su encuentro, ofreciéndole miel. Las unas formarán calle a su paso; las otras, poniéndose cabeza abajo y abdomen arriba, trazarán ante ella grandes semicírculos inmóviles pero sonoros, en los que cantan sin duda el himno del regreso, diríase que demostrando, de acuerdo con sus ritos regios, el respeto solemne o la felicidad suprema.Pero no esperéis engañarlas substituyendo la reina legítima con una madre extraña. Apenas haya dado ésta algunos pasos en la plaza, las obreras indignadas acudirán de todas partes. Será inmediatamente cogida, envuelta y mantenida en la terrible cárcel tumultuosa cuyos muros obstinados irán relevándose, por decirlo así, hasta que muera, pues en este caso particular nunca ocurre que una reina salga viva.Fragmento de
La vida de las abejas, de
Maurice Maeterlinck, nacido en
Gante el 29 de agosto de 1862.
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