Ashenden tenía la costumbre de afirmar que él nunca se aburría. Aseguraba que las personas que se aburren son aquellas que carecen de recursos en sí mismas, y que es una estupidez depender del mundo exterior para divertirse. Ashenden no se hacía ilusiones sobre sí mismo y el éxito literario que había alcanzado no le había hecho cambiar. Distinguía con agudeza la fama de la notoriedad pasajera con que recompensa a un autor una novela de éxito o una obra teatral acertada y ello le dejaba indiferente excepto en la medida en que podía reportarle beneficios tangibles. Estaba dispuesto a obtener ventaja de la popularidad de su nombre para conseguir, por ejemplo, un camarote mejor en un barco y cuando un oficial de aduanas pasaba su equipaje sin revisarlo porque había leído sus novelas cortas, Ashenden admitía de buen grado que el cultivo de la literatura tiene sus compensaciones. Pero suspiraba cuando ávidos literatos jóvenes intentaban hablar con él de su técnica literaria y deseaba haber muerto cuando señoras efusivas y trémulas le susurraban al oído su gran admiración por sus libros. De todos modos, se consideraba a sí mismo inteligente y, por tanto, absurdo que en algún momento se aburriera. En realidad, a menudo charlaba con interés con personas normalmente tan obtusas que sus propios camaradas huían de ellas como si les debieran dinero. Puede que en eso se dejara llevar por el instinto profesional que raras veces dormía en él. Aquella gente, su extraño material, no le aburrían en absoluto igual que los fósiles no aburren a los geólogos. Y ahora disponía de todo lo que un hombre sensato puede desear para su entretenimiento. Tenía unas excelentes habitaciones en un buen hotel de Ginebra, que es una de las ciudades más agradables de Europa para vivir. Tomaba de vez en cuando un bote y remaba con él por el lago o alquilaba un caballo y trotaba con él a placer, pues en esa ciudad limpia y ordenada resulta difícil encontrar un camino por donde se pueda galopar, entre las asfaltadas carreteras de las afueras. Paseaba a pie, otras veces, por las viejas calles, intentando captar el espíritu de los tiempos pasados, entre aquellas vetustas casas de piedra gris, tan solemnes y magníficas.Fragmento del relato
Giulia Lazzari, de
William Somerset Maugham, nacido en
París el 25 de enero de 1874.
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