Tranquilos ojos melancólicos. Un hombrecito débil, delgado de rostro, de orejas grandes y separadas. Tocado con blanco gorro, vestido con rústica tela blanca, lleva los pies desnudos. Se alimenta de arroz y frutas, no bebe más que agua, se acuesta sobre el suelo, duerme poco, trabaja sin cesar. Su cuerpo parece no contar. Al principio nada sorprende en él más que una expresión de gran paciencia y grande amor. Pearson, que lo viera en 1913, en Sudáfrica, piensa en San Francisco de Asís. Es simple como un niño, dulce y cortés hasta con sus adversarios, de una inmaculada sinceridad. Se juzga con modestia, y es escrupuloso al punto de dar la impresión de que titubeara a cada paso, como para decir: “Me equivoco”; jamás oculta sus errores, jamás contrae compromisos, carece de toda diplomacia, huye del efecto de la oratoria, o mejor sería decir que no piensa en él; aborrece las manifestaciones populares que su persona desencadena, y en las que su magro físico correría peligro de verse aplastado en ocasiones, de no ser por su amigo Maulana Shaukat Alí, que lo protege con su cuerpo atlético; literalmente enfermo de la multitud que lo adora; en el fondo no es más que su desconfianza del número y su aversión a la Mobocracy, al populacho voluble; no se siente a gusto más que entre la minoría, feliz más que en la soledad, escuchando la still small voice (la queda vocecita) que manda.He aquí al hombre que ha sublevado a trescientos millones de hombres, quebrantado al Imperio Británico, e inaugurado en la política humana el movimiento más poderoso desde hace más de dos mil años.Fragmento de
Gandhi, de
Romain Rolland, nacido en
Clamecy (Nievre) el 29 de enero de 1866.
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