El sendero bajaba zigzagueando por un olivar, entre el gárrulo resplandor de las acequias, que a trechos se ensanchaban en verdes charcos bordeados de juncos, llenos de ranas, en torno a los cuales se erizaban achaparradas adelfas. Yo veía a través de las hojas plateadas de los olivos la rojiza mole de las montañas, veteada por la esmeralda de los campos de mijo, y arriba, nevadas cumbres contra un cielo añil, bosques de metal recortado en la radiante luz del mediodía. Delante de mí, el retintín de un cascabel; luego, en el recodo de un sendero, la grupa trasquilada de un burro gris, que, balanceando meditativamente su cola, se abría camino por entre las piedras, la cabeza todavía oculta por los cestos de mimbre de la carga. En la curva siguiente, adelantándome al burro, me acerqué al arriero, un muchacho moreno, con unos pantalones azules muy ceñidos y una blusa gris muy corta. Tenía los pómulos prominentes, una nariz de halcón y esbeltas caderas de moro. Hablaba un andaluz aspirado, que sonaba a árabe.
Nos saludamos cordialmente, como hacen los viajeros en las comarcas montañosas donde los senderos son estrechos. Hablamos del tiempo, del viento, de las fábricas de azúcar de Motril, de mujeres, de viajes, de la vendimia, luchando todo el rato como náufragos para entender nuestra jerga.
Fragmento de Rocinante vuelve al camino, de John Dos Passos, nacido el 14 de enero de 1896.
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