Gustave anotó y aprobó la costumbre oriental de derribar las casas de los muertos; de modo que quizá se hubiera sentido menos dolido que sus lectores, que sus perseguidores, por la destrucción de su propia casa. La fábrica que extraía alcohol del trigo malogrado fue también arrasada cuando le llegó su turno; y en ese mismo solar se eleva ahora, más apropiadamente, una gran fábrica de papel. De la residencia de Flaubert no queda más que un pequeño pabellón de una sola planta, a unos cien metros de la carretera: una casita de verano a la que el escritor se retiraba cuando necesitaba más soledad incluso que de ordinario. Ahora se encuentra en mal estado y parece inútil, pero al menos es algo. Han erigido junto al porche un tocón de una columna acanalada, desenterrada en Cartago, como recuerdo del autor de Salammbô. Abrí la puerta de un empujón; un alsaciano comenzó a ladrar, y una canosa gardienne se me acercó. Esta no llevaba bata blanca, sino un bien cortado uniforme azul. Mientras chapurreaba mi mal francés recordé la marca de fábrica de los intérpretes cartagineses que aparecen en Salammbô: todos ellos, como símbolo de su oficio, llevan un loro tatuado en el pecho.Fragmento de la novela
El loro de Flaubert, de
Julian Barnes, nacido el 19 de enero de 1946.
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