El recuerdo del pasado, mis aspiraciones para el futuro, el sentimiento de lo falso y desesperado de mi posición, continuó oculto en mis sentimientos bajo la apariencia de una calma engañosa. Aturdido por el canto de la sirena, que dentro de mi propio corazón oía, cerré ojos y oídos a cuanto pudiera señalarme un peligro y navegué acercándome cada vez más a las rocas fatales de mi desgracia. Me despertó el alba, al fin, acusándome de mi propia debilidad. Fué la más leal, la más bondadosa de todas las luces, porque tácitamente venía de ella. Una noche como las demás nos despedimos. Mis labios, ni ese día ni otros anteriores, habían pronunciado la menor palabra que pudiera traicionarme o sorprenderla con el conocimiento de la verdad. Pero cuando por la mañana volvimos a encontrarnos, se había operado en ella un cambio, y esta transformación me lo dijo todo.
Me horroricé entonces, y todavía su recuerdo me produce espanto, al invadir el más íntimo santuario de su corazón y abandonarlo a las miradas de los demás, como hice con el mío. Diré tan sólo que la primera vez que ella sorprendió mí secreto fué en el mismo momento, estoy seguro, en que sorprendió el suyo, y ocurrió esto cuando su modo de ser cambió con respecto a mí en una noche.
Demasiado leal para engañar a nadie, era también, al mismo tiempo, demasiado sincera para engañarse a sí misma. Cuando se manifestaron en su corazón los primeros síntomas de lo que yo, con toda cobardía, había callado en el mío, se enfrentó con ellos diciendo resuelta y sencillamente: "Lo siento por los dos".
Fragmento de la novela La Dama de Blanco, de William Wilkie Collins, nacido el 8 de enero de 1824.
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