Caminé aterrado hacia mi casa y no tardé en llegar a ella. Al entrar se me ocurrió una idea feliz. Fui derecho a mi cuarto, guardé el bastón de hierro en el armario y tomé otro de junco que poseía, y volví a salir. Mi hija acudió a la puerta sorprendida. Inventé una cita con un amigo en el Casino, y, efectivamente, me dirigí a paso largo hacia este sitio. Todavía se hallaban reunidos en la sala contigua al billar unos cuantos de los que formaban la tertulia de última hora. Me senté al lado de ellos, aparenté buen humor, estuve jaranero en exceso y procuré por todos los medios que se fijasen en el ligero bastoncillo que llevaba en la mano. Lo doblaba hasta convertirlo en un arco, me azotaba los pantalones, lo blandía a guisa de florete, tocaba con él en la espalda de los tertulios para preguntarles cualquier cosa, lo dejaba caer al suelo. En fin, no quedó nada que hacer. Cuando al fin la tertulia se deshizo y en la calle me separé de mis compañeros, estaba un poco más sosegado. Pero al llegar a casa y quedarme solo en el cuarto, se apoderó de mí una tristeza mortal. Comprendí que aquella treta no serviría más que para agravar mi situación en el caso de que las sospechas recayesen sobre mí. Me desnudé maquinalmente y permanecí sentado al borde de la cama larguísimo rato, absorto en mis pensamientos tenebrosos. Al cabo el frío me obligó a acostarme.Fragmento del relato
El crimen de la calle de la perseguida, de
Armando Palacio Valdés, nacido en
Entralgo (
Asturias) el 4 de octubre de 1853.
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