El lago del Bourget es una dilatada cortadura entre los acantilados de las montañas, en la que brilla, a setecientos u ochocientos pies sobre el nivel del Mediterráneo, una superficie de un azul único en el mundo. Visto desde la altura del Diente del Gato, el lago se asemeja a una enorme turquesa perdida en el fondo. La hermosa capa líquida tiene un contorno de nueve leguas y, en ciertos sitios, cerca de quinientos pies de profundidad. Pasear en una barca por el centro de aquella tranquila sábana, bajo un cielo sereno, sin oír otro ruido que el de los remos ni ver en el horizonte más que montañas brumosas; admirar las deslumbrantes nieves de la Maurienne francesa; pasar sucesivamente de bloques de granito cubiertos por el aterciopelado de los helechos, o por arbustos enanos, a risueñas colinas; a un lado el desierto, al otro una opulenta naturaleza; un mendigo asistiendo a la comida de un potentado; estas armonías y estas discordancias constituyen un espectáculo, en el que todo resulta grande o todo resulta pequeño. El aspecto de las montañas cambia las condiciones de la óptica y de la perspectiva un abeto de cien pies parece una caña; amplios valles, se ven estrechos como senderos. Es un lago apropiado para una confidencia amorosa. Allí se piensa y se ama. No existe lugar alguno de tan perfecto concierto entre el agua, el cielo, las montañas y el llano. Allí se encuentran bálsamos para todas las crisis de la vida. Es un paraje que guarda el secreto de los dolores, los consuela, los atenúa e infunde al amor cierta solemnidad, cierto recogimiento, que hacen la pasión más profunda, más pura. Allí se amplifica un beso. Pero, sobre todo, es el lago de los recuerdos; los favorece comunicándoles el matiz de sus ondas, espejo en que todo se refleja.Fragmento de la novela
La piel de zapa, de
Honoré de Balzac, nacido en
Tours el 20 de mayo de 1799.
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