Borges considera a Buenos Aires tan eterna como el aire y como el agua. ¿Decir cosa diferente de París, de Roma, de Benarés, de Cádiz? No, da la impresión de que estas ciudades, y algunas otras diseminadas por la tierra, siempre estuvieron donde están, situadas en un eterno presente, sin pasado fundacional ni futuro bajo las llamas o la arena. Cada uno de nosotros tiene, en su mente, una París, una Roma, una Buenos Aires personal, intransferible. No importa si uno nació o no en la ciudad, si anduvo alguna vez por sus calles o no, la ciudad soñada o imaginada no es menos cierta, menos auténtica que la ciudad real, de piedra. No recuerdo con exactitud la primera vez que supe que había en el mundo un lugar llamado París. A veces pienso que siempre lo supe, como siempre supe que había una Benarés, una Roma, un Buenos Aires. Me recuerdo en mi vieja casa de infancia, en las tardes de lluvia y relámpagos, leyendo atlas geográficos llenos de nombres que me emocionaban: Timboctú, El Cairo, Calcuta, Terranova, Adén, París... Por ese entonces jamás había salido de mi Pergamino natal, incluso nunca había estado en algunos de sus barrios. Pero cada lectura significaba para mí estar allí, en esas islas, naciones o ciudades, dejar mis huellas en ellas, mezclarme entre sus gentes o bestias. Mi París es esa de la que hablaban los ajados y gruesos libros de mi niñez, el escenario de las novelas de ambos Dumas, de Sue, de Balzac, de las películas de Clair, de Renoir, diversos materiales que se funden con la París que transité durante varios días hace ya dos décadas.
Fragmento del texto La París de Lucy Barbosa, del escritor argentino Carlos Barbarito. Del libro Cosiéndole alas a un lagarto muerto y otros escritos sobre arte y literatura, que puede descargarse aquí
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