Vivíamos a escasos kilómetros del mar, tal vez a una veintena, pero en la aldea apenas si sabíamos del resplandor del sol o de la brisa que empujaba las barcas de los pescadores. Los niños del pueblo nos acostumbrábamos desde los primeros días a vivir en el frío y en las sombras. Y, como nada conocíamos, nada podíamos desear. Una vez al año, sin embargo, todo Brumal se desplazaba en comitiva. Adornábamos media docena de tartanas, y la comunidad engalanada se encaminaba hacia el pueblo de mar más cercano, aquel al que, según los registros, pertenecíamos. Cenábamos, cantábamos, dormíamos en la playa y, al día siguiente, regresábamos a la aldea. Así habían hecho nuestros abuelos, así hacíamos nosotros y así, con seguridad, harían nuestros hijos. Pero aquellos peregrinajes anuales me dejaban siempre un amargo sabor de boca. Las gentes del mar nos miraban con recelo, los niños de piel tostada nos escudriñaban sin recato y, en las noches de playa, no contábamos con la compañía de un solo lugareño ni de una barcaza rezagada.Fragmento del relato
Los altillos de Brumal, de
Cristina Fernández Cubas, nacida en
Arenys de Mar el 27 de mayo de 1945.
Comentarios
No hay comentarios:
Publicar un comentario