jueves, agosto 31, 2006

Julio Ramón Ribeyro

Era a la hora de despertarnos, cuando las golondrinas (¿eran las golondrinas o las alondras?) nos marcaban el tiempo desde los tejados, el momento en que se iniciaba nuestra lucha. Nos provocaba correr la persiana, amortiguar la luz y quedarnos tendidos sobre las duras camas; dulcemente mecidos por el vaivén de las horas. Pero estimulándonos recíprocamente con gritos y consejos, saltábamos semidormidos de nuestros lechos y corríamos a través del corredor caldeado hasta la ducha, bajo cuya agua helada recibíamos la primera cura de emergencia. Ella nos permitía pasar la mañana con ciertas reservas, metidos entre nuestros libros y nuestras pinturas. A veces, cuando el calor no era muy intenso salíamos a dar un paseo entre las arboledas; viendo a la gente arrastrarse penosamente por las calzadas, huyendo también de la molicie, como nosotros. Después del almuerzo, sin embargo, sobrevenían las horas más difíciles y en las cuales la mayoría de nuestros compañeros sucumbían. Del comedor pasábamos al salón y embotados por la cuantiosa comida caíamos en los sillones. Allí pedíamos café, antes que los ojos se nos cerraran, y gracias a su gusto amargo y tostado, febrilmente sorbido, podíamos pensar lo elemental para mantenernos vivos. Repetíamos el café, fumábamos, hojeábamos por centésima vez los diarios, hasta que la molicie hacía su ingreso por las tres grandes ventanas asoleadas. Poco a poco disminuía el ritmo de los coloquios; las partidas de ajedrez se suspendían, el humo iba desvaneciéndose, el radio sonaba perezosamente y muchos quedaban inmóviles en los sillones, un alfil en la mano, los ojos entrecerrados, la respiración sofocada, la sangre viciada por un terrible veneno.

Fragmento del relato La molicie, de Julio Ramón Ribeyro, nacido en Lima el 31 de agosto de 1929.
El 31 de agosto de 1867 fallecía Charles Baudelaire
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miércoles, agosto 30, 2006

Mary Shelley

Para examinar los orígenes de la vida debemos primero conocer la muerte. Me familiaricé con la anatomía, pero esto no era suficiente. Tuve también que observar la descomposición natural y la corrupción del cuerpo humano. Al educarme, mi padre se había esforzado para que no me atemorizaran los horrores sobrenaturales. No recuerdo haber temblado ante relatos de supersticiones o temido la aparición de espíritus. La oscuridad no me afectaba la imaginación, y los cementerios no eran para mí otra cosa que el lugar donde yacían los cuerpos desprovistos de vida, que tras poseer fuerza y belleza ahora eran pasto de los gusanos. Ahora me veía obligado a investigar el curso y el proceso de esta descomposición y a pasar días y noches en osarios y panteones. Los objetos que más repugnan a la delicadeza de los sentimientos humanos atraían toda mi atención. Vi cómo se marchitaba y acababa por perderse la belleza; cómo la corrupción de la muerte reemplazaba la mejilla encendida; cómo los prodigios del ojo y del cerebro eran la herencia del gusano. Me detuve a examinar y analizar todas las minucias que componen el origen, demostradas en la transformación de lo vivo en lo muerto y de lo muerto en lo vivo. De pronto, una luz surgió de entre estas tinieblas; una luz tan brillante y asombrosa, y a la vez tan sencilla, que, si bien me cegaba con las perspectivas que abría, me sorprendió que fuera yo, de entre todos los genios que habían dedicado sus esfuerzos a la misma ciencia, el destinado a descubrir tan extraordinario secreto.

Fragmento de la novela Frankenstein, de Mary Wollstonecraft Shelley, nacida en Londres el 30 de agosto de 1797.
El 30 de agosto de 1935 fallecía Henri Barbusse
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martes, agosto 29, 2006

Maurice Maeterlinck

Un experimento fácil demuestra, mejor que cualquier otro, que las abejas reconocen a su reina y sienten hacia ella verdadero cariño. Sacad la reina de una colmena y bien pronto veréis producirse todos los fenómenos de angustia y desesperación que he descripto en el capítulo anterior. Devolvédsela pocas horas después y todas sus hijas correrán a su encuentro, ofreciéndole miel. Las unas formarán calle a su paso; las otras, poniéndose cabeza abajo y abdomen arriba, trazarán ante ella grandes semicírculos inmóviles pero sonoros, en los que cantan sin duda el himno del regreso, diríase que demostrando, de acuerdo con sus ritos regios, el respeto solemne o la felicidad suprema.
Pero no esperéis engañarlas substituyendo la reina legítima con una madre extraña. Apenas haya dado ésta algunos pasos en la plaza, las obreras indignadas acudirán de todas partes. Será inmediatamente cogida, envuelta y mantenida en la terrible cárcel tumultuosa cuyos muros obstinados irán relevándose, por decirlo así, hasta que muera, pues en este caso particular nunca ocurre que una reina salga viva.

Fragmento de La vida de las abejas, de Maurice Maeterlinck, nacido en Gante el 29 de agosto de 1862.
El 29 de agosto de 1874 nacía Manuel Machado
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lunes, agosto 28, 2006

Michael Ende

Por la nave del andén iban y venían masas humanas grises, pasaban formando ríos apretados llevando cargas, gritando, gesticulando y trabándose. Aquí y allá había grupos sentados en el suelo o sobre montañas de equipaje, cajas, cajones y paquetes atados provisionalmente. Toda aquella gente estaba vestida con andrajos sucios, chusma harapienta y mendigos piojosos, legañosos, cubiertos de costras, desastrados. Sin embargo, las cestas, las maletas y los sacos que llevaban consigo rebosaban de billetes de banco. Carros de equipaje que eran empujados trabajosamente entre ellos estaban cargados hasta arriba con pilas de fajos de billetes.
En el borde extremo de un andén, donde se abría una nave al exterior y una docena de vías salía al espacio vacío, un bombero miraba el trajín con ojos perplejos. Llevaba un uniforme azud oscuro con relucientes botones de latón, el casco con el cubrenuca de cuero sobre la cabeza, la rutilante hacha niquelada en la funda del cinturón. Un grueso bigote negro adornaba su labio superior.
Muy cerca de él, una mujer joven flaca se afanaba con una gran bolsa de viaje que apenas podía arrastrar. Vestía una especie de traje de penitente, un hábito de monje de pesada tela negra toda rota. La capucha enmarcaba una delgada cara pálida, ascética, con ojos ardientes.

Fragmento de El espejo en el espejo, de Michael Ende, fallecido el 28 de agosto de 1995.
El 28 de agosto de 1828 nacía León Tolstói
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domingo, agosto 27, 2006

Cesare Pavese

Por la noche, al volver a casa, me ponía a fumar en la ventana. Uno se hace la ilusión de favorecer de este modo la meditación, pero la verdad es que fumando los pensamientos se dispersan como niebla, y a lo sumo se fantasea, cosa muy diferente del pensar. Los hallazgos, los descubrimientos, en cambio, llegan inesperados: en la mesa, nadando en el mar, charlando de cualquier otra cosa. Doro sabía de mi costumbre de abstraerme por un instante en lo más vivo de una conversación para perseguir con los ojos una idea imprevista. También él hacía lo mismo, y en el pasado habíamos caminado mucho juntos, rumiando cada cual en silencio. Pero ahora sus silencios -como los míos- me parecían distraídos, enajenados, en suma insólitos. Llevaba en el mar no muchos días, y me parecía un siglo. Y sin embargo, no había ocurrido nada. Pero por la noche, al volver a casa, tenía la sensación de que todo el día transcurrido -un trivial día de playa- esperaba de mí quién sabe qué esfuerzo de claridad para no quedarme en ayunas.

Fragmento de la novela La playa, de Cesare Pavese, fallecido el 27 de agosto de 1950.
El 27 de agosto de 1635 fallecía Lope de Vega
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sábado, agosto 26, 2006

Julio Cortázar

Sirviéndose otra copa de Sylvaner, Juan alzó los ojos hasta el espejo. El comensal gordo había desplegado France-Soir y los títulos a toda página proponían el falso alfabeto ruso de los espejos. Aplicándose, descifró algunas palabras, esperando vagamente que así, en esa falsa concentración, que era a la vez voluntad de distracción, tentativa de repetir el hueco inicial por donde se había deslizado la estrella de evasivas puntas, concentrándose en una estupidez cualquiera como descifrar los títulos de France-Soir en el espejo y distrayéndose a la vez de lo que verdaderamente importaba, acaso la constelación brotaría intacta del aura todavía presente, se sedimentaría en una zona más allá o más acá del lenguaje o de las imágenes, dibujaría sus radios transparentes, la fina huella de un rostro que sería a la vez un clip con un pequeño basilisco que sería a la vez una muñeca rota en un armario que sería una queja desesperada y una plaza recorrida por incontables tranvías y Frau Marta en la borda de un pontón. Tal vez ahora, entrecerrando los ojos, alcanzara a sustituir la imagen del espejo, territorio intercesor entre el simulacro del restaurante Polidor y el otro simulacro vibrando todavía en el eco de su disolución; quizá ahora pudiera pasar del alfabeto ruso en el espejo al otro lenguaje que se había asomado al límite de la percepción, pájaro caído y desesperado de fuga, aleteando contra la red y dándole su forma, síntesis de red y de pájaro en la que solamente había fuga o forma de red o sombra de pájaro, la fuga misma prisionera un instante en la pura paradoja de huir de la red que la atrapaba con las mínimas mallas de su propia disolución: la condesa, un libro, alguien que había pedido un castillo sangriento, un pontón al alba, el golpe de una muñeca destrozándose en el suelo.

Fragmento de 62 /Modelo para armar, de Julio Cortázar, nacido en Bruselas el 26 de agosto de 1914.
El 26 de agosto de 1880 nacía Guillaume Apollinaire
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viernes, agosto 25, 2006

Álvaro Mutis

Su aspecto había cambiado por completo. No que se viera más viejo, más trabajado por el paso de los años y el furor de los climas que frecuentaba. No había sido tan largo el tiempo de su ausencia. Era otra cosa. Algo que se traicionaba en su mirada, entre oblicua y cansada. Algo en sus hombros que habían perdido toda movilidad de expresión y se mantenían rígidos como si ya no tuvieran que sobrellevar el peso de la vida, el estímulo de sus dichas y miserias. La voz se había apagado notablemente y tenía un tono aterciopelado y neutro. Era la voz del que habla porque le sería insoportable el silencio de los otros.
Llevó una mecedora al corredor que miraba a los cafetales de la orilla del río y se sentó en ella con una actitud de espera, como si la brisa nocturna que no tardaría en venir fuera a traer un alivio a su profunda pero indeterminada desventura. La corriente de las aguas al chocar contra las grandes piedras acompañó a lo lejos sus palabras, agregando una opaca alegría al repasar monótono de sus asuntos, siempre los mismos, pero ahora inmersos en la indiferente e insípida cantilena que traicionaba su presente condición de vencido sin remedio, de rehén de la nada.

Fragmento de La nieve del almirante, de Álvaro Mutis, nacido en Bogotá el 25 de agosto de 1923.
El 25 de agosto de 1984 fallecía Truman Capote
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miércoles, agosto 23, 2006

Fatalidad de los espejos de la lluvia

Afanosamente llovía sobre los innumerables paraguas que poblaban las avenidas y se abrían hacia el cielo gris, como un gesto desafiante. El rítmico redoble de la lluvia trabajaba con paciencia las aceras, las copas oscilantes de los árboles, el colapsado tráfico, las solitarias chimeneas que habitan los tejados, los verdes setos que flanquean la glorieta. Caía de costado contra los ventanales de los pisos altos, tras los cuales podían verse, espaciadamente, rostros confortados al sentirse inmunes al caprichoso trajín de la naturaleza. Envolviendo la ciudad en un húmedo abrazo ineludible, llovía aquella tarde en que descubrí a Irene.
(Sí, porque más que un encuentro, fue un descubrimiento, un abrir los ojos a una luz desconocida, casi un deslumbramiento. Fue como si la multitud apresurada de pronto no existiera, como si en toda la plaza no hubiera nadie más, nada más que ella y las baldosas blanquinegras, brillantes a causa del agua que corría vertiginosa sobre ellas, buscando los desagües; ella abandonadamente sola, pequeña, majestuosa, improbable, caminando sin prisa y sin paraguas bajo la furiosa calma del agua que caía.)
____ (
continúa)
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martes, agosto 22, 2006

Ray Bradbury

Porque los átomos que trabajamos con nuestras manos en la Tierra son lastimosos; la bomba atómica es lastimosa y pequeña, y nuestro conocimiento, lastimoso y pequeño, y sólo el sol sabe realmente lo que queremos saber, y sólo el sol conoce el secreto. Y además, es divertido, es un juego, es excitante venir aquí y jugar a cara o cruz, y tirar y correr. No hay motivo realmente, excepto el orgullo y la vanidad del menudo insecto que es el hombre, que espera picar al león y escapar al zarpazo. ¡Dios mío, diremos, lo hicimos! Y aquí está nuestra copa de energía, fuego, vibración, llámenlo como quieran, que animará nuestras ciudades e impulsará nuestros barcos e iluminará nuestras bibliotecas y tostará a nuestros niños y horneará nuestro pan de todos los días y hará hervir a fuego lento el conocimiento del Universo durante mil años hasta que esté bien cocido. Hombres de la ciencia y la religión, venid, ¡bebed de esta copa! Calentaos contra la noche de la ignorancia, las largas nieves de la superstición, los fríos vientos del escepticismo y el gran temor a la oscuridad que se alberga en el corazón de todo hombre. Extendamos la mano con la copa del mendigo...

Fragmento de Las doradas manzanas del sol, de Ray Bradbury, nacido el 22 de agosto de 1920.
El 22 de agosto de 1891 fallecía Jan Neruda
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domingo, agosto 20, 2006

La ciudad sin nombre

Cuando me aproximé a la ciudad sin nombre, comprendí que estaba maldita. Recorría un valle terrible y reseco a la luz de la luna, y la vislumbré a lo lejos, resaltando de forma increíble sobre la arena, tal como los miembros de un cadáver podrían sobresalir de una tumba poco profunda. El miedo se albergaba en ese vetusto superviviente del diluvio, esa tatarabuela de la más antigua de las pirámides; y había un aura invisible que me rechazaba, instándome a renunciar a los antiguos y siniestros secretos que ningún hombre debe contemplar, y a los que ningún hombre había osado nunca acercarse.
La ciudad sin nombre se halla perdida en lo más profundo del desierto de Arabia, desmantelada y en ruinas, con sus bajos muros ocultos por las arenas de incalculables edades. Debía estar en tal estado ya antes de que colocasen la primera piedra de Menfis, y mientras los ladrillos de Babilonia estaban aún por cocer. No hay leyenda tan antigua como para recoger su nombre o recordar cuando aún estaba viva, pero se la menciona en susurros en torno a los fuegos de campamento y es mentada por las abuelas en las tiendas de los jeques, por lo que todas las tribus la evitan sin saber muy bien por qué.

Fragmento de La ciudad sin nombre, de Howard Phillips Lovecraft, nacido el 20 de agosto de 1890.
El 20 de agosto de 1901 nacía Salvatore Quasimodo
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sábado, agosto 19, 2006

Federico García Lorca

Equivocar el camino
es llegar a la nieve
y llegar a la nieve
es pacer durante veinte siglos las hierbas de los cementerios.

Equivocar el camino
es llegar a la mujer,
la mujer que no teme la luz,
la mujer que mata dos gallos en un segundo,
la luz que no teme a los gallos
y los gallos que no saben cantar sobre la nieve.

Pero si la nieve se equivoca de corazón
puede llegar el viento Austro
y como el aire no hace caso de los gemidos
tendremos que pacer otra vez las hierbas de los cementerios.

Yo vi dos dolorosas espigas de cera
que enterraban un paisaje de volcanes
y vi dos niños locos que empujaban llorando las pupilas de un asesino.

Pero el dos no ha sido nunca un número
porque es una angustia y su sombra
porque es la guitarra donde el amor se desespera,
porque es la demostración de otro infinito que no es suyo
y es las murallas del muerto
y el castigo de la nueva resurrección sin finales.
Los muertos odian el número dos
pero el número dos adormece a las mujeres
y como la mujer teme la luz
la luz tiembla delante de los gallos
y los gallos sólo saben volar sobre la nieve
tendremos que pacer sin descanso las hierbas de los cementerios.

Pequeño poema infinito, de Federico García Lorca, asesinado el 19 de agosto de 1936.
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viernes, agosto 18, 2006

El Coronel Chabert

El estudio tenía, por todo adorno, esos grandes carteles amarillos que anuncian los embargos de inmuebles, las ventas, los litigios entre mayores y menores, las adjudicaciones definitivas o preparatorias, toda la gloria, en fin, de los estudios. Detrás del primer pasante había una enorme estantería que cubría la pared de arriba abajo, y cada uno de cuyos compartimientos estaba lleno de protocolos, de los cuales pendía un número infinito de etiquetas y de cabos de hilo rojo, que daban un aspecto especial a todos aquellos expedientes. Los compartimientos inferiores de la estantería estaban llenos de cartones, amarillos por el uso, ribeteados de papel azul, y en los cuales se leían los nombres de los grandes clientes, cuyos sabrosos asuntos se resolvían en aquel momento. Los sucios cristales de la ventana dejaban pasar poca luz. Por otra parte, en París existen pocos estudios donde se pueda escribir sin el auxilio de una lámpara en el mes de febrero antes de las diez: todo el mundo va allí, nadie permanece, y ningún interés personal está unido a lo que ya de por sí es tan trivial; ni el procurador, ni los clientes, ni los pasantes se preocupan de la elegancia de un lugar que para los unos es una clase, para los otros un pasaje y para el amo un laboratorio.

Fragmento de El Coronel Chabert, de Honoré de Balzac, fallecido el 18 de agosto de 1850.
El 18 agosto de 1912 nacía Elsa Morante
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jueves, agosto 17, 2006

Oliverio Girondo

¿Por qué bajas los párpados?

Ya sé que estás desnudo,
pero puedes mirarme con los ojos tranquilos.
Los días nos enseñan que la fealdad no existe.

Tu vientre de canónigo
y tus manos reumáticas,
no impiden que te pases la noche en los pantanos,
mirando las estrellas,
mientras cantas y oficias tus misas gregorianas.

Frecuenta cuanto quieras el farol y el alero.
Me entretiene tu gula
y tu supervivencia entre seres recientes:
“parvenus” de la tierra.

Pero has de perdonarme
si no te doy la mano.
Tú tienes sangre fría.
Yo, demasiada fiebre.

Ruiseñor del lodo, poema de Oliverio Girondo, nacido el 17 de agosto de 1891.

miércoles, agosto 16, 2006

La ciudad y las sierras

Ya por la tarde, después de la siesta, fuimos a pasear por los revueltos caminos de aquella rica hacienda que, en el espacio de dos leguas, ondula por el valle y la montaña. No había vuelto a encontrarme con Jacinto en medio de la naturaleza desde aquel remoto día en que tan mala impresión le hizo el social y urbano bosque de Montmorency. Pero ahora, ¡con qué seguridad y amor idílico se movía por entre aquella naturaleza, de la que tanto tiempo le habían mantenido lejos la teoría y el hábito! Ya no recelaba de la mortal humedad de los musgos; ni rechazaba, como impertinente, el roce de los retoños; ni le inquietaba el silencio de las alturas como un sumirse del universo. Con verdadera delicia, con un sentimiento aquietado de estabilidad recuperada, enterraba los enormes zapatos en los blancos terrones como un elemento paterno y natural; dejaba, sin razón alguna, los caminos fáciles y se perdía a través de los arbustos enmarañados para recibir sobre la cara la caricia de las hojas tiernas; quedábase inmóvil sobre los oteros conteniendo mis gestos y casi deteniéndome el aliento para embeberse en el silencio y la paz; y dos veces le sorprendí, atento y sonriendo, a orillas de un riachuelo parlanchín, como si escuchara una confidencia...
Filosofaba luego sin cesar con el entusíasmo de un convertido ávido de convertir.

Fragmento de la novela La ciudad y las sierras, de José Maria Eça de Queiroz, fallecido el 16 de agosto de 1900.
El 16 de agosto de 1899 nacía Salvador Reyes
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lunes, agosto 14, 2006

Bertolt Brecht

Tras oír a alguien, en una reunión, calificar de natural el instinto de propiedad, el señor K. contó la siguiente historia de un pueblo que siempre se ha dedicado a la pesca: «En la parte sur de Islandia vive un pueblo de pescadores que han dividido el mar que baña su costa mediante boyas firmemente ancladas y se han repartido las parcelas resultantes. Esos hombres están tremendamente apegados a sus campos marinos, que consideran de su exclusiva propiedad. Se sienten vinculados por lazos profundos a esos campos, a los que no renunciarían aunque en ellos no quedase un solo pez. Desprecian a los habitantes de los puertos próximos, a quienes venden su pesca, pues los consideran una raza superficial y totalmente alejada de la naturaleza. Se autocalifican de "fieles al agua". Cuando capturan peces de gran tamaño, los conservan en tinajas, les dan nombres y los convierten en objetos de su propiedad. Parece ser que desde hace algún tiempo les va mal económicamente, pero rechazan con resolución cualquier intento de reforma, hasta el punto de que han derribado ya varios gobiernos que intentaron violar sus costumbres. Estos pescadores constituyen una prueba irrefutable del poder del instinto de propiedad, al que el hombre está sometido por naturaleza.

El instinto natural de propiedad, texto de Bertolt Brecht, fallecido el 14 de agosto de 1956.
El 14 de agosto de 2004 fallecía Czeslaw Milosz
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domingo, agosto 13, 2006

Julien Green

Haworth, en Yorkshire, es una aldea melancólica situada en una de las provincias más tristes de Inglaterra. Sus casas bajas tienen ese aire retraído y hosco que encontramos en los campesinos de la región; apiñadas alrededor de una iglesia de torre cuadrada, coronan una pequeña colina y dan a esta elevación el aspecto severo de una fortaleza.
El lugar más ingrato de Haworth es desde luego el presbiterio, que no se ha dudado en construir al borde de un numeroso cementerio. Por los dos lados de la casa gris, cae la mirada inevitable sobre las losas furierarias, y los ojos ejercitados de sus habitantes podrían casi leer las inscripciones, tan próximas están de las ventanas.
Hace falta un alma estoica para vivir allí, un espíritu tranquilo que retenga la imaginación y que no se conmueve ni por el doblar de las campanas, ni por las lúgubres procesiones que se ven desde las habitaciones. Esta alma fuerte y dueña de sus emociones la habían recibido de su padre (y buena falta les hacía), los hijos del reverendo Patrick Brontë.
Patrick Brontë tenía treinta y tres años cuando fue designado pastor de Haworth. Era un irlandés de rostro regular, de estatura elevada y con algo en la mirada y en el porte que daba la impresión de una fuerza indomable.

Fragmento de un ensayo sobre Charlotte Brontë, de Julien Green, fallecido el 13 de agosto de 1998.
El 13 de agosto de 1946 fallecía Herbert George Wells

sábado, agosto 12, 2006

Thomas Mann

En lo que se refiere al valle invernal, cubierto de una espesa capa de nieve, al que Hans Castorp, tendido cómodamente en su chaise-longue, había dirigido preguntas trascendentales, quedó mudo, lo mismo que los picos, las cimas, las vertientes y los bosques oscuros, verdes y rojizos, inmóviles en la duración, unas veces resplandecientes en el azul profundo, otras envueltos en brumas en el fluir silencioso del tiempo terrestre, unas enrojecidos bajo el sol que los abandonaba, otras con un duro resplandor de diamante en la magia de la luna. Estaban siempre cubiertos de nieve, y todos los pensionistas declaraban que ya no podían soportar aquella nieve, almohadones de nieve, vertientes de nieve, todo eso sobrepasa las fuerzas humanas, era mortal para el espíritu y el corazón. Y se ponían antiparras de color, para defender los ojos, pero mucho más para defender su corazón.
¿Hacía verdaderamente seis meses que el valle y las montañas estaban cubiertos de nieve? ¡Ya hacía siete! El tiempo pasa mientras nosotros referimos la historia, nuestro tiempo propio, el que consagramos a esta historia, pero también el tiempo profundamente anterior de Hans Castorp y sus compañeros de infortunio, allá arriba en la nieve, y el tiempo sigue produciendo cambios.

Fragmento de La montaña mágica, de Thomas Mann, fallecido el 12 de agosto de 1955.
El 12 de agosto de 1827 fallecía William Blake
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jueves, agosto 10, 2006

Jorge Amado

Hasta hoy persiste cierta confusión en torno de la muerte de Quincas Berro Dágua. Dudas por explicar, detalles absurdos, contradicciones en las declaraciones de los testigos. lagunas diversas. No hay claridad sobre hora, lugar y últimas palabras. La familia, apoyada por vecinos y conocidos, se mantiene intransigentemente en la versión de la tranquila muerte matinal, sin testigos, sin boato y sin palabras, acaecida veinte horas antes de aquella otra propalada y comentada muerte en la agonía de la noche, cuando la Luna se deshizo sobre el mar y acontecimientos misteriosos ocurrieron en los muelles de Bahía.
Escuchadas, sin embargo, por testigos idóneos, ampliamente comentadas en las laderas y en las callejuelas recónditas, las últimas palabras, repetidas de boca en boca, representaron, en la opinión de aquella gente, más que una simple despedida del mundo un testimonio profético, un mensaje de profundo contenido (como escribiría algún joven autor de nuestro tiempo).
Hubo testigos idóneos, como Mestre Manuel y Quitéria Ojo Asombrado, mujer de palabra; y a pesar de eso hay quien niega toda autenticidad no sólo a la admirada frase póstuma sino también a todos los acontecimientos de aquella noche memorable, cuando en hora dudosa y condiciones discutibles, Quincas Berro Dágua se zambulló en el mar de Bahía y partió para nunca más volver.

Fragmento de La muerte y la muerte de Quincas Berro Dágua, de Jorge Amado, nacido el 10 de agosto de 1912.
El 10 de agosto de 1878 nacía Alfred Döblin
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miércoles, agosto 09, 2006

José Lezama Lima

Habían acudido los trescientos treinta y tres jóvenes estoicos para cerrar el curso con el suicidio colectivo. Existía en el centro de la plaza pública un cuadrado de rigurosas llamas, donde los jóvenes se iban lanzando como si se zambullesen en una piscina. El fuego actuaba con silencio y el cuerpo se adelantaba silenciosamente. Esa decisión e imposibilidad de traición, ninguno de los jóvenes transparentes habían faltado, únicamente podía haber sido alcanzada por las pandillas diseminadas de estoicos contemporáneos. Aun en el San Mauricio el Greco, lo que se muestra es patente: se espera la muerte, no se va hacia la muerte, no se prolonga el paseo hasta la muerte. Solamente los estoicos contemporáneos podían mostrar esa calidad; ningún traidor, ningún joven vividor y apresurado había corrido para indicarle al Rey que los jóvenes que él utilizaba para la guerra iban con pasos cautelosos a hacer sus propios ofrecimientos con su propio cuerpo ante el fuego.
Las lecciones de los últimos estoicos transcurrían visiblemente en el jardín. Sus cautelas, sus frases lentas, los mantenía para los curiosos alejados de cualquier decisión turbulenta. Muy cerca, en sótanos acerados, una banda de conservadores chinos, en combinación con unos falsificadores de diamantes de Glasgow, había fundado la sociedad secreta El arcoiris ametrallado. En el fondo, ni eran conservadores chinos ni falsificadores de diamantes. Era esa la disculpa para reunirse en el sótano, ya que por la noche iban a los sitios más concurridos del violín, la droga y el préstamo.

Fragmento del relato Para un final presto, de José Lezama Lima, fallecido el 9 de agosto de 1976.
El 9 de agosto de 1962 fallecía Hermann Hesse
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martes, agosto 08, 2006

Jostein Gaarder

Una piedra rodó por un montículo y bajó a mucha velocidad por la vertiente entre los pinos. El bosque era tan tupido en ese lugar que Sofía apenas veía un par de metros entre los árboles.
De repente, vio algo que brillaba entre los troncos de los pinos. Tenía que ser una laguna.
El sendero iba en dirección contraria, pero Sofía se metió entre los árboles. No sabía exactamente por qué, pero sus pies la llevaban.
La laguna no era mucho mayor que un estadio de fútbol. Enfrente, al otro lado, descubrió una cabaña pintada de rojo en un pequeño claro del bosque, enmarcado por troncos blancos de abedul. Por la chimenea subía un humo fino.
Sofía se acercó hasta el borde del agua. Todo estaba muy mojado, pero pronto vio una barca de remos, que estaba medio varada en la orilla. Dentro de la barca había un par de remos.
Sofía miró a su alrededor. De todos modos, sería imposible rodear la laguna y llegar a la cabaña roja con los pies secos. Se acercó decidida a la barca y la empujo al agua.
Luego se metió dentro, colocó los remos en las horquillas y empezó a remar. Pronto alcanzó la otra orilla. Atracó e intentó llevarse la barca. Este terreno era mucho mas accidentado que la orilla que acababa de dejar.
Miró hacia atrás una sola vez, y se acercó a la cabaña.

Fragmento de la novela El mundo de Sofía, de Jostein Gaarder, nacido el 8 de agosto de 1952.
El 8 de agosto de 1919 nacía Óscar Hurtado
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lunes, agosto 07, 2006

Nancy Morejón

Cuando miro hacia atrás
y veo tantos negros,
cuando miro hacia arriba
o hacia abajo
y son negros los que veo
qué alegría vernos tantos
cuántos;
y por ahí nos llaman minorías
y sin embargo
nos sigo viendo
Esto es lo que dignifica nuestra lucha
ir por el mundo y seguirnos viendo,
en Universidades y Favelas
en Subterráneos y Rascacielos,
entre giros y mutaciones
barriendo mierda
pariendo versos.

Cimarrones, poema de Nancy Morejón, nacida en La Habana el 7 de agosto de 1944.
El 7 de agosto de 1941 fallecía Rabindranath Tagore

sábado, agosto 05, 2006

Guy de Maupassant

Ordenes gritadas por una voz desconocida y gutural subían a lo largo de las casas, que parecían muertas y desiertas, mientras, tras los postigos cerrados, los ojos espiaban a esos hombres victoriosos, dueños de la ciudad, de las fortunas y de las vidas por el "derecho de guerra". Los habitantes, en sus cuartos ensombrecidos, sentían el enloquecimiento que dan los cataclismos, los grandes trastornos mortíferos de la tierra, contra los cuales resultan inútiles toda fuerza y toda sabiduría. Pues la misma sensación vuelve a aparecer cada vez que el orden establecido de las cosas es subvertido, que todo lo que protegían las leyes de los hombres o de la naturaleza se encuentra a la merced de una brutalidad inconsciente y feroz. El temblor de tierra que aplasta a un pueblo entero bajo las casas derrumbadas; el río desbordado que mezcla a los campesinos ahogados con los cadáveres de bueyes y las vigas arrancadas a los techos, o el ejército victorioso que asesina a los que se defienden, lleva prisioneros a los otros, saquea en nombre de la espada y da gracias a Dios al son del cañón, son otras tantas plagas espantosas que desconciertan toda creencia en la justicia eterna, toda la confianza que nos ha sido enseñada en la protección del cielo y en la razón de los hombres.
Pero a cada puerta golpeaban pequeños destacamentos y luego desaparecían en las casas. Era la ocupación después de la invasión. Empezaba para los vencidos el deber de mostrarse amables con los vencedores.

Fragmento de la narración Bola de sebo, de Guy de Maupassant, nacido el 5 de agosto de 1850.
El 5 de agosto de 1962 fallecía Ramón Pérez de Ayala
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viernes, agosto 04, 2006

Knut Hamsun

Decididamente, no había para mí otro refugio que el bosque. ¡Si la tierra no estuviera tan húmeda! Acariciaba mi colcha, familiarizándome cada vez más con la idea de cubrirme con ella. Di tantas vueltas en busca de un albergue en la población, que estaba transido de fatiga. Era un verdadero goce abandonar la partida, retirarme del combate y de aquel callejeo sin una idea en la cabeza. Di una vuelta hasta el reloj de la Universidad, y al ver que eran más de las diez, emprendí el camino hacia las afueras. En lo alto de Haegde, me paré ante un almacén de comestibles, que estaban expuestos como muestra. Un gato dormía junto a un redondo pan blanco; detrás había un barreño con manteca de cerdo y algunos botes de sémola. Contemplé un rato aquellos alimentos; pero como no tenía con qué comprarlos, me volví y continué mi camino. Andaba muy despacio, caminé horas y horas y acabé por llegar al bosque de Bogstad.
Allí abandoné el camino y me senté a descansar. Recogí un poco de brezo y algunas ramas de enebro y me hice un lecho en una ladera casi seca. Abrí mi paquete y saqué la colcha. Fatigado, rendido por la larga caminata, me acosté inmediatamente, me agité y me revolví muchas veces antes de encontrar una buena postura. Mi oreja, herida por el trallazo del hombre de la carreta de heno, me dolía un poco, estaba ligeramente hinchada y no podía echarme sobre ella. Me quité los zapatos, los puse bajo mi cabeza, y encima de ellos el gran papel en que había envuelto la manta.
La oscuridad reinaba en torno a mí; todo estaba tranquilo, todo. Pero en las alturas zumbaba el eterno canto de la atmósfera, ese bordoneo lejano, sin modulaciones, que jamás se calla. Presté atención tanto tiempo a ese murmullo sin fin, a ese murmullo morboso, que comenzó a turbarme. Eran, sin duda, las sinfonías de los mundos girando en el espacio por encima de mí, las estrellas que entonaban un himno...

Fragmento de la novela Hambre, de Knut Hamsun, nacido el 4 de agosto de 1859.
El 4 de agosto de 1875 fallecía Hans Christian Andersen
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jueves, agosto 03, 2006

Joseph Conrad

Pensaba que su recuerdo era como los otros recuerdos de los muertos que se acumulan en la vida de cada hombre... una vaga huella en el cerebro de las sombras que han caído en él en su rápido tránsito final. Pero ante la alta y pesada puerta, entre las elevadas casas de una calle tan tranquila y decorosa como una avenida bien cuidada en un cementerio, tuve una visión de él en la camilla, abriendo la boca vorazmente como tratando de devorar toda la tierra y a toda su población con ella. Vivió entonces ante mí, vivió tanto como había vivido alguna vez... Una sombra insaciable de apariencia espléndida, de realidad terrible, una sombra más oscura que las sombras de la noche, envuelta notablemente en los pliegues de su brillante elocuencia. La visión pareció entrar en la casa conmigo: las parihuelas, los fantasmales camilleros, la multitud salvaje de obedientes adoradores, la oscuridad de la selva, el brillo de la lejanía entre los lóbregos recodos, el redoble de tambores, regular y apagado como el latido de un corazón... el corazón de las tinieblas vencedoras. Fue un momento de triunfo para la selva, una irrupción invasora y vengativa, que me pareció que debía guardar sólo para la salvación de otra alma. Y el recuerdo de lo que había oído decir allá lejos, con las figuras cornudas deslizándose a mis espaldas, ante el brillo de las fogatas, dentro de los bosques pacientes, aquellas frases rotas que llegaban hasta mí, volvieron a oírse en su fatal y terrible simplicidad.

Fragmento de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, fallecido el 3 de agosto de 1924.
El 3 de agosto de 1954 fallecía Sidonie Gabrielle Colette
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miércoles, agosto 02, 2006

Rómulo Gallegos

Palmeras, temiches, caratas, moriches... El viento les peina la cabellera india y el turupial les prende la flor del trino... Bosques. El árbol inmenso del tronco velludo de musgo, el tronco vestido de lianas floridas. Cabimas, carañas y tacamahacas de resinas balsámicas, cura para las heridas del aborigen y lumbre para su churuata.
La mora gigante del ramaje sombrío inclinado sobre el agua dormida del caño, el araguaney de la flor de oro, las rojas marías. El bosque tupido que trenza el bejuco...
Plantíos. Los conucos de los margariteños, las umbrosas haciendas de cacao, las jugosas tierras del bajo Orinoco enterneciendo con humedad de savias fecundas las manos del hombre del mar árido y la isla seca.
Ya se ven caseríos.
Pero allá viene el chubasco que nunca falta en aquella zona de bruscas condensaciones atmosféricas. Es un ceño amenazante el largo nubarrón por detrás del cual los rayos del sol, a través del aguacero en marcha, son como otra lluvia, de fuego. La brisa marina y los gozosos escarceos se detienen de pronto asustados ante aquello que avanza de tierra, se queda inmóvil el aire un instante, vibra de súbito como una plancha de acero golpeada, se acumulan tinieblas, se estremece el caño herido por los goterones de la lluvia recia y caliente y pasa el chubasco borrando el paisaje.

Fragmento de Canaíma, de Rómulo Gallegos, nacido en Caracas el 2 de agosto de 1884.
El 2 de agosto de 1942 nacía Isabel Allende

martes, agosto 01, 2006

Herman Melville

A bordo del Bellipotent, nuestro marinero mercante fue considerado de inmediato como un navegante hábil, y lo asignaron a la guardia de estribor, en la brigada de proa. Pronto estuvo como en su casa en este servicio, y cayeron bien su buen aspecto sin pretensiones y una especie de aire cordial de buen humor. No había hombre más alegre en la tripulación: en marcado contraste con ciertos otros individuos, que pertenecían, como él mismo, a la parte alistada de la tripulación del buque, pues esos hombres, cuando no estaban ocupados activamente, y a veces sobre todo en el segundo cuarto de guardia, cuando la cercanía del amanecer induce al ensueño, solían caer en una tristeza que tenía mucho de hosquedad. Pero no eran tan jóvenes como nuestro gaviero, y no pocos de ellos debían haber conocido otra clase de hogar; otros quizá habrían dejado, muy posiblemente, mujeres e hijos, en circunstancias inciertas, y casi todos tendrían casa y parentela, mientras que Billy, como pronto se verá, tenía su familia entera constituida en sí mismo.

Fragmento del relato Billy Budd, de Herman Melville, nacido en Nueva York el 1 de agosto de 1819.
El 1 de agosto de 1969 fallecía Miguel Labordeta
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