sábado, septiembre 30, 2006

Truman Capote

Muy lejos, en Olathe, en una habitación de hotel con persianas que velaban la luz del sol de mediodía, Perry dormía mientras una radio portátil gris murmuraba a su lado. Aparte de quitarse las botas, no se había tomado la molestia de desvestirse. Sencillamente había caído boca abajo, como si el sueño fuera un arma que le hubiera herido por la espalda. Las botas, negras con rebordes plateados, recibían un baño de agua caliente jabonosa, ligeramente rosada, en el lavabo.
Unos kilómetros más al norte, en la acogedora cocina de una modesta granja, Dick terminaba su cena del domingo. Los demás a la mesa (su madre, su padre, su hermano menor) no notaron nada raro en él. Había llegado a casa a mediodía, besado a su madre, contestado a todas las preguntas que le hizo su padre respecto al supuesto viaje de Fort Scott y se sentó a comer con su aire de siempre. Después de comer, los tres miembros masculinos de la familia se sentaron en la sala a ver, por televisión, un partido de baloncesto. La transmisión apenas había empezado cuando el padre se sorprendió al oír que Dick estaba roncando. Como le dijo a su hijo menor, nunca creyó vivir para ver el día en que Dick preferiría dormir a ver un partido de baloncesto. Claro está, pero no podía suponer lo cansado que estaba Dick, pues ignoraba que su hijo, allí dormido, había hecho más de mil doscientos kilómetros al volante en las últimas veinticuatro horas, entre otras cosas.

Fragmento de la novela A sangre fría, de Truman Capote, nacido en Nueva Orleans el 30 de septiembre de 1924.
El 30 de septiembre de 1990 fallecía Patrick White
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viernes, septiembre 29, 2006

Senderos

Al principio, casi siempre es lo mismo: Un arranque sinuoso salpicado de árboles o flanqueado por rocas gemelas, el recuerdo de confusas conversaciones oídas quién sabe dónde, o acaso un simple letrero de madera con una indicación grabada a cuchillo que, por cualquier causa incognoscible, logra atraernos misteriosa e irresistiblemente.
De modo que tomamos el sendero y nos adentramos por él en la bella espesura que parece estar esperándonos como para una celebración de la que nada sabemos. Lo hacemos sin desconfianza, con la firme intención de no caminar en exceso, ya que aún nuestros pies no están habituados a las grandes caminatas.

Notamos como el oxígeno invade nuestros pulmones, agrandándolos, ensanchándolos y borrando de nuestras mentes cualquier otro pensamiento, mientras vamos ascendiendo con lentitud, parándonos a contemplar cada mata de hierba, dejando que nuestro ser se inunde de gratitud ante ese aire respirable, ante esas flores y ese césped y esos pájaros que saludan con sus trinos nuestra presencia desde las copas de los milenarios árboles que, en este punto, semejan una escolta protectora e invitan, incitan, a seguir caminando hacia ese sol radiante que podemos entrever a través de las ramas quietas, entre las verdes hojas.
(continúa)
El 29 de septiembre de 1902 fallecía Émile Zola
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jueves, septiembre 28, 2006

Benito Cereno

Siempre que se aborda por primera vez un barco grande y populoso en medio del mar, especialmente si es extranjero, con una tripulación desconocida como los lascars o los hombres de Manila, se siente una impresión peculiar, distinta de la que se produce al entrar por primera vez en una casa extraña, con extraños habitantes, en una tierra extraña. Ambos, la casa y el barco, una con sus muros y postigos, el otro con sus macarrones, altos como murallas, ocultan a la vista su interior hasta el último instante, pero en el caso de este barco había algo más: el vivo espectáculo que contenía, al revelarse súbita y totalmente, producía, en contraste con el vacío océano que lo rodeaba, un efecto parecido al de un encantamiento. El barco parecía irreal: aquellas extrañas costumbres, gestos y rostros, como un fantasmagórico retablo viviente apenas emergido de las profundidades, que habrán de recobrar sin tardanza lo que nos han ofrecido.
Posiblemente fue un influjo parecido al que se ha intentado describir más arriba lo que, en la mente del capitán Delano, le hizo pasar por alto aquello que, observado sensatamente, podía haber parecido poco normal, especialmente las notables figuras de cuatro viejos negros de pelo cano, con cabezas como copas de sauces negros y temblorosos, quienes, en venerable contraste con el tumulto que se encontraba más abajo, se hallaban acomodados, cual esfinges, uno sobre la serviola de estribor, el otro a babor, y los otros dos cara a cara en los macarrones de enfrente, por encima de las cadenas principales. Cada uno de ellos tenía en las manos algunos pedazos destrenzados de cuerdas viejas y, con una especie de estoica satisfacción, iban recogiendo los restos de cuerda en un montoncillo de estopa que tenían a su lado. Acompañaban su tarea con un continuo, grave y monótono canto, murmurando y moviéndose como tantos canosos gaiteros al interpretar una marcha fúnebre.

Fragmento del relato Benito Cereno, de Herman Melville, fallecido el 28 de septiembre de 1891.
El 28 de septiembre de 1970 fallecía John Dos Passos
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martes, septiembre 26, 2006

Alberto Moravia

El agua subía lentamente con un cosquilleo delicioso, primero hasta el vientre, después hasta el pecho, luego hasta el cuello. Apenas sentía que no hacía pie se lanzaba a nadar y, siempre nadando, daba una vuelta en torno a los escollos, o bien iba de un punto a otro de la costa. Mientras nadaba, advertía que no pensaba en nada y esto le agradaba. A veces se tendía de espaldas, con los brazos abiertos, y cerraba los ojos, dejando que la corriente, con leves impulsos, lo llevara por el mar tranquilo hacia metas imprevistas. Estaba un rato así, supino en el agua, los ojos cerrados, las orejas acariciadas por las ondas; luego abría los ojos y veía, en medio de una luz intensa, cómo la gran roca roja de la isla se desplomaba sobre él en un cielo ardiente. El baño resultaba lo más agradable de su jornada, pues era lo que lo distraía más que nada. Después del baño subía al pueblo, comía solo en una trattoria, después regresaba a su cuarto y trataba de dormir un par de horas. Mientras tenía algo concreto que hacer, como nadar o comer o tomar el sol, lograba fácilmente no pensar en su amante y en el dolor de haberse separado de ella. Pero por la tarde, en esas largas horas lánguidas y vacías, le asaltaba una especie de excitado tedio, amargo, como de una espera que sabía que jamás quedaría satisfecha. Así, esforzándose por distraerse, sin conseguirlo, llegaba a la noche agotado y rabioso.

Fragmento del relato El amante desdichado, de Alberto Moravia, fallecido el 26 de septiembre de 1990.
El 26 de septiembre de 1888 nacía TS Eliot
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lunes, septiembre 25, 2006

Erich Maria Remarque

Desde que estamos aquí, nuestra vida anterior ha quedado rota sin que nosotros hayamos tomado parte en ello. A veces intentamos recuperarla lanzando una ojeada a nuestras espaldas, al pasado; intentamos encontrar una explicación a este hecho, pero no lo conseguimos. Precisamente para nosotros, muchachos de veinte años, todo resulta particularmente turbio. Para Kropp, Müller, Leer, para mí, para todos nosotros, a quienes Kantorek señala como la juventud de hierro. Los que son mayores están ligados con más fuerza al pasado; tienen una base, mujer, hijos, profesión, intereses, ataduras tan fuertes ya, que la guerra no puede destruir. Pero nosotros, los de veinte años, sólo tenemos a nuestros padres, y, algunos, a la novia. No es gran cosa, pues a nuestra edad es cuando la autoridad de los padres es más débil y las muchachas no nos dominan todavía. Exceptuando esto, no existía mucho más para nosotros; un poco de fantasía, algunas aficiones y la escuela; nuestra vida no llegaba más allá. De todo esto no ha quedado nada. Kantorek diría que nos encontramos justamente en el umbral de la existencia. Debe ser así, poco más o menos. No habíamos echado raíces y la guerra nos ha arrancado; se nos ha llevado, como un río, en medio de su corriente. Para los que son mayores, la guerra es una interrupción, pueden seguir pensando más allá de este hecho. Pero a nosotros nos ha cogido de lleno y no sabemos cómo terminará. Lo único que conocemos ahora es que nos ha embrutecido de una manera extraña y melancólica, a pesar de que, a menudo, no podamos ni siquiera sentirnos tristes.

Fragmento de la novela Sin novedad en el frente, de Erich Maria Remarque, fallecido el 25 de septiembre de 1970.
El 25 de septiembre de 1897 nacía William Faulkner
El 25 de septiembre de 1972 fallecía Alejandra Pizarnik
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sábado, septiembre 23, 2006

Pablo Neruda

Qué luna como una culata ensangrentada,
qué ramaje de látigos,

qué luz atroz de párpado arrancado

te hacen gemir sin voz, sin movimiento,
rompen tu padecer sin voz, sin boca:
oh, cintura central, oh, paraíso

de llagas implacables.

De noche y día veo los martirios,
de día y noche veo al encadenado,

al rubio, al negro, al indio
escribiendo con manos golpeadas y fosfóricas

en las interminables paredes de la noche.

Centro América, poema del Canto general, de Pablo Neruda, fallecido el 23 de septiembre de 1973.
El 23 de septiembre de 1889 fallecía William Wilkie Collins
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jueves, septiembre 21, 2006

H.G. Wells

China estaba iluminada por un resplandor blanco, pero sobre Japón y Java y todas las islas del este de Asia la gran estrella era una bola de sordo fuego rojo a causa del vapor y el humo y las cenizas que los volcanes escupían para saludar su llegada. Arriba estaban la lava, los ardientes gases y las cenizas, y abajo las bullentes aguas, y toda la tierra oscilaba y retumbaba con las sacudidas de los terremotos. Pronto las inmemoriales nieves del Tíbet y del Himalaya estaban derritiéndose y precipitándose por diez millones de canales que se hacían más hondos y convergían sobre las llanuras de Birmania y el Indostán. Las enmarañadas cumbres de las junglas de la India estaban en llamas en mil sitios, y debajo de las apresuradas aguas en torno de los tallos había objetos oscuros que todavía se agitaban débilmente y reflejaban las lenguas rojas de sangre del fuego. Y en desordenada confusión una multitud de hombres y mujeres huían por los anchos márgenes de los ríos hacia la última esperanza de los humanos... el mar abierto.
Mayor y mayor se hizo la estrella, y más calurosa y brillante, ahora con una rapidez terrible. El océano tropical había perdido la fosforescencia, y el remolino de vapor se elevaba en espirales fantasmales desde las negras olas que caían incesantemente, moteadas de barcos sacudidos por la tormenta.
Y luego llegó el misterio.

Fragmento del relato La estrella, de Herbert George Wells, nacido el 21 de septiembre de 1866.
El 21 de septiembre de 1902 nacía Luis Cernuda
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martes, septiembre 19, 2006

Italo Calvino

Poco sabría decirte de Aglaura fuera de las cosas que los habitantes mismos de la ciudad repiten desde siempre: una serie de virtudes proverbiales, otros tantos proverbiales defectos, alguna rareza, algún puntilloso homenaje a las reglas. Antiguos observadores, que no hay razón para no suponer veraces, atribuyeron a Aglaura su durable surtido de cualidades, confrontándolas con aquellas de otras ciudades de sus tiempos. Ni la Aglaura que se dice ni la Aglaura que se ve ha cambiado quizá mucho desde entonces, pero lo que era excéntrico se ha vuelto usual, extrañeza lo que pasaba por norma, y las virtudes y los defectos han perdido excelencia o desdoro en un concierto de virtudes y defectos diversamente distribuidos. En este sentido no hay nada de cierto en cuanto se dice de Aglaura, y, sin embargo, de ello surge una imagen sólida y compacta de ciudad, mientras alcanzan menor consistencia los juicios dispersos que se pueden enunciar viviendo en ella. El resultado es éste: la ciudad que dicen tiene mucho de lo que se necesita para existir, mientras la ciudad que existe en su lugar existe menos.
Por eso, si quisiera describirte Aglaura ateniéndome a cuanto he visto y probado personalmente, debería decirte que es una ciudad desteñida, sin carácter, puesta allí a la buena de Dios. Pero tampoco esto sería verdadero: a ciertas horas, en ciertos escorzos de camino, ves abrírsete la sospecha de algo inconfundible, raro, acaso magnifico; quisieras decir qué es, pero todo lo que se ha dicho de Aglaura hasta ahora aprisiona las palabras y te obliga a repetir antes que a decir.

Por eso los habitantes creen vivir siempre en la Aglaura que crece sólo con el nombre de Aglaura y no se dan cuenta de la Aglaura que crece en tierra. Y aun yo, que quisiera tener separadas en la memoria las dos ciudades, no puedo sino hablarte de una, porque el recuerdo de la otra, por falta de palabras para fijarlo, se ha dispersado.


Las ciudades y el nombre (1), de Las ciudades invisibles, de Italo Calvino, fallecido el 19 de septiembre de 1985.
El 19 de septiembre de 1911 nacía William Golding
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lunes, septiembre 18, 2006

León Felipe

Yo no puedo tener un verso dulce
que anestesie el llanto de los niños
y mueva suavemente las hamacas como una brisa esclava.
Porque yo no he venido aquí a hacer dormir a nadie.
Además... esa tempestad ¿quién la detiene?

¡Eh, tú, varón confiado que dormitas! ¡Levántate, recoge
tus zapatos y prosigue!...
Porque yo no he venido aquí a hacer dormir a nadie.

Hacia las cumbres trepan los dioses extenuados buscando un resplandor.
Y aquí voy yo con ellos,
entre el sudor y el polvo de sus inmensos pies descalzos,
aquí voy yo con ellos, atropellado y sacudido, pero
agarrándome a sus plantas como las pinzas de un insecto,
clavándome en su carne,
hundiéndome en su sangre
como un pulgón,
como una nigua... maldiciendo, blasfemando...
Porque yo no he venido aquí a hacer dormir a nadie;
ni a los niños
ni a los hombres ni a los dioses.

Como un pulgón, poema de León Felipe, fallecido el 18 de septiembre de 1968.
El 18 de septiembre de 1916 nacía Mercedes Salisachs
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domingo, septiembre 17, 2006

Quevedo

Júpiter, hecho de hieles, se desgañitaba poniendo los gritos en la tierra. Porque ponerlos en el cielo, donde asiste, no era encarecimiento a propósito. Mandó que luego a consejo viniesen todos los dioses trompicando. Cuando Marte, don Quijote de las deidades, entró con sus armas y capacete y la insignia de vinadero enristrada, echando chuzos, y a su lado, el panarra de los dioses, Baco, con su cabellera de pámpanos, remostada la vista, y en la boca, lagar y vendimias de retorno derramadas, la palabra bebida, el paso trastornado, y todo el cerebro en poder de las uvas.
Por otra parte, asomó con pies descabalados Saturno, el dios marimanta, comeniños, engulléndose sus hijos a bocados. Con él llegó, hecho una sopa, Neptuno, el dios aguanoso, con su quijada de vieja por cetro, que eso es tres dientes en romance, lleno de cazcarrias y devanado en ovas, oliendo a viernes y vigilias, haciendo lodos con sus vertientes en el cisco de Plutón, que venía en su seguimiento. Dios dado a los diablos, con una cara afeitada con hollín y pez, bien zahumado con alcrebite y pólvora, vestido de cultos tan oscuros, que no le amanecía todo el bochorno del sol, que venía en su seguimiento con su cara de azófar y sus barbas de oropel. Planeta bermejo y andante, devanador de vidas, dios dado a la barbería, muy preciado de guitarrilla y pasacalles, ocupado en ensartar un día tras otro y en engarzar años y siglos, mancomunado con las cenas para fabricar calaveras.

Fragmento de La fortuna con seso y la hora de todos, de Francisco de Quevedo, nacido el 17 de septiembre de 1580.
El 17 de septiembre de 1965 fallecía Alejandro Casona
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viernes, septiembre 15, 2006

Adolfo Bioy Casares

A la madrugada bajé de nuevo al sótano. Me rodearon los mismos pasos, de cerca y de lejos. Pero esa vez los comprendí. Molesto, seguí recorriendo el segundo sótano, intermitentemente escoltado por la bandada solícita de los ecos, multiplicadamente solo. Hay nueve cámaras iguales; otras cinco en un sótano más bajo. Parecen refugios contra bombardeos. ¿Quiénes eran los que, en 1924, más o menos, construyeron este edificio? ¿Por qué lo han dejado abandonado? ¿Qué bombardeos temían? Asombra que los ingenieros de una casa tan bien construida hayan respetado el moderno prejuicio contra las molduras, hasta el punto de haber hecho este refugio que pone a prueba el equilibrio mental: los ecos de un suspiro hacen oír suspiros, al lado, lejanos, durante dos o tres minutos. Donde no hay ecos el silencio es tan horrible como ese peso que no deja huir, en los sueños.
El lector atento puede sacar de mi informe un catálogo de objetos, de situaciones, de hechos más o menos asombrosos; el último es la aparición de los actuales habitantes de la colina. ¿Cabe relacionar a estas personas con las que vivieron en 1924? ¿Habrá que ver en los turistas de hoy a los constructores del museo, de la capilla, de la pileta de natación? No me decido a creer que una de estas personas haya interrumpido alguna vez Té para dos o Valencia, para hacer el proyecto de esta casa, infestada de ecos, es cierto, pero a prueba de bombas.

Fragmento de La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares, nacido el 15 de septiembre de 1914.
El 15 de septiembre de 1890 nacía Agatha Christie

Ya está en la red el nº 1 de la revista Palabras diversas

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miércoles, septiembre 13, 2006

Italo Svevo

La vida actual está envenenada hasta las raíces. El hombre ha ocupado el lugar de los árboles y de los animales y ha envenenado el aire, ha impedido el libre espacio. Pueden ocurrir cosas peores. El triste y activo animal podría descubrir y poner a su servicio otras fuerzas. Hay una amenaza de esa clase en el aire. El resultado será una gran riqueza... en el número de hombres. Cada metro cuadrado estará ocupado por un hombre. ¿Quién nos curará de la falta de aire y de espacio? ¡Sólo de pensarlo me asfixio!
Pero no es eso, no es eso sólo.

Cualquier esfuerzo por conseguir la salud es vano. Ésta sólo puede pertenecer a los animales que conocen un único progreso: el de su organismo. Cuando la golondrina comprendió que su única posibilidad de vida era la emigración, aumentó el músculo que mueve sus alas y que se convirtió en la parte más importante de su organismo. El topo se metió bajo tierra y todo su cuerpo se adaptó a su necesidad. El caballo creció y transformó su pie. No conocemos el progreso de algunos animales, pero habrá existido y nunca habrá perjudicado a su salud.

En cambio, el hombre, el animal con gafas, inventa instrumentos fuera de su cuerpo y, si quien los inventó gozó de salud y nobleza, quien los usa casi siempre carece de ellas. Los instrumentos se compran, se venden y se roban y el hombre se vuelve cada vez más astuto y más débil.


Fragmento de La conciencia de Zeno, de Italo Svevo, fallecido el 13 de septiembre de 1928.
El 13 de septiembre de 1916 nacía Roald Dahl
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martes, septiembre 12, 2006

Stanislaw Lem

La noche había llegado, parecida a tantas noches de la Tierra. Sólo distinguía los contornos blancos del lavabo y la superficie pulida del espejo.
Me levanté. Hurgué a tientas entre los objetos amontonados en la repisa del lavabo. Encontré el paquete de algodón, me lavé la cara con un pedazo húmedo y fui a echarme en la cama...
Una falena batió las alas. No, era la cinta del ventilador. El zumbido cesó, recomenzó. Yo ya no veía ni siquiera la ventana, todo se confundía en la oscuridad. Un rayo luminoso, cayendo no sé de dónde, atravesó el espacio y se demoró ante mí. ¿Sobre la pared o en el cielo negro? Recordé cuánto me había asustado la víspera la mirada vacía de la noche; mi miedo me hizo sonreír. Ya no temía esa mirada. Ya no temía nada. Levanté la muñeca y consulté la corona de cifras fosforescentes. Una hora más y llegaría la aurora del día azul.
Respiré hondo; saboreaba la oscuridad. Estaba vacío, liberado de todo pensamiento. Al moverme, sentí contra mi cadera la forma plana del magnetófono. Gibarían... una voz inmortalizada en bobinas de alambre. Me había olvidado de resucitarlo, de escucharlo, única cosa que ahora podía hacer por él.

Fragmento de la novela Solaris, de Stanislaw Lem, nacido el 12 de septiembre de 1921.
El 12 de septiembre de 1981 fallecía Eugenio Montale
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lunes, septiembre 11, 2006

D H Lawrence

Las casas de los mineros, teñidas de negro, se elevaban al mismo nivel sobre el pavimento, con esa intimidad y recogimiento de los hogares mineros con más de cien años. Bordeaban todo el camino. La carretera se había convertido en calle, y al ir bajando se olvidaba inmediatamente el paisaje abierto y ondulante donde los castillos y palacios seguían teniendo una presencia dominante, pero de fantasmas. Ahora se estaba escasamente por encima de la maraña de las desnudas redes ferroviarias, y las fundiciones y otras instalaciones fabriles se alzaban ante uno hasta llegar a verse sólo muros. Y el hierro crujía con un eco repetido y enorme; grandes camiones hacían temblar la tierra y se oía el pitido de las sirenas.
Y, sin embargo, una vez que se había llegado abajo, al corazón de los vericuetos retorcidos del pueblo, detrás de la iglesia, se volvía a estar en el mundo de dos siglos atrás, en el laberinto de calles donde estaba «El Escudo de Chatterley» y la vieja farmacia, calles que solían conducir al mundo salvaje y abierto de los castillos y de los nobles palacios de recreo.

Fragmento de El amante de Lady Chatterley, de David Herbert Lawrence, nacido el 11 de septiembre de 1885.
El 11 de septiembre de 1862 nacía William Sydney Porter (O. Henry)

sábado, septiembre 09, 2006

Cesare Pavese

Tras el último encuentro a orillas del río vagabundeé por los prados como hacía de niño. El día no quería acabar. Yo sabía que un día recordaría aquellas horas como recuerdo las tardes desamparadas de hace muchos años. Me había quedado como una criatura, demasiado magullado para sentir otra cosa que mi cuerpo, y las angustias caminaban delante de mí como guías. Las seguía atontado.
Fábricas y cúpulas lejanas no sobrepasaban los setos. El campo hablaba de su vacío. Sin duda yo había entrado ya en ese estado de conciencia en el cual todo puede ocurrir porque ya nada importa. La vehemente distracción que me había alejado, se aclaraba como lo que realmente era -un despego- y me encontraba tan apartado de mí mismo que al mirar a mi alrededor todo era impensado. Salté sin esfuerzo, sin quererlo, un curso de agua, y caminaba por el horizonte como por el sendero. Recuerdos remotos ascendían a mis ojos, cual si fuera feliz.


Fragmento del relato El coloquio del río, de Cesare Pavese, nacido el 9 de septiembre de 1908.
El 9 de septiembre de 1898 fallecía Stéphane Mallarmé
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viernes, septiembre 08, 2006

Alfred Jarry

Por un curioso instinto atávico las multitudes experimentan todavía una inexplicable necesidad de esconderse en el interior de cosas cerradas y de aspecto agresivo, tal como lo hacía el hombre primitivo en las cavernas. El vestigio más fácil de estudiar de esta tendencia es la afluencia de viajeros a los vagones de ferrocarril. Desgraciadamente, esos extraños impulsivos son a menudo víctimas de su retorno a la barbarie -la edad del hierro no significa un gran progreso sobre la de la piedra-, y en el choque de trenes de esta quincena se extinguió un gran número de especímenes de esta clase de trogloditas. La civilización ambiente está demasiado desarrollada para permitir que se desarrollen en adelante muchos de esos locos o desesperados. ¿Pues no es acaso cosa de locos o de desesperados dejarse encerrar buenamente en jaulas rodantes, a merced de alguien que no tiene otra idea que la de arrastrarlos no se sabe adónde, a toda velocidad, sobre vías complicadas de ex profeso, de manera que se entrecruzan en la mayor cantidad posible de puntos?

Accidentes de ferrocarril, texto breve de Alfred Jarry, nacido en Laval (Francia) el 8 de septiembre de 1873.
El 8 de septiembre de 1645 fallecía Francisco de Quevedo
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jueves, septiembre 07, 2006

Karen Blixen

Jensine paseó la mirada por la habitación. Era pobre; carecía de muebles y tenía un par de estampas religiosas clavadas en la pared. Extrañamente, tuvo la impresión de haber vuelto a casa. Un hombre honrado, tratado con dureza por el destino, había pasado largos años en este cuchitril. Era un sitio donde se trabajaba, se soportaban con paciencia las preocupaciones y se afanaba uno por el pan de cada día. Jensine estaba tan cerca todavía de sus libros de colegio que los recordaba todos; y ahora empezó a pensar en lo que había leído sobre los peces de las profundidades, tan acostumbrados a soportar el peso de miles de brazas de agua que si saliesen a la superficie reventarían. ¿Era ella, se preguntó, un pez de las profundidades que sólo se sentía a gusto bajo la presión de la existencia? ¿Y su padre, su abuelo, y sus antecesores, lo habían sido también? ¿Qué debía hacer un pez de las profundidades, siguió pensando, si se casaba con uno de esos salmones que había visto saltar en las cascadas? ¿O con un pez volador? Se despidió del zapatero y se fue.

Fragmento del relato Las perlas, de Karen Blixen (Isak Dinesen), fallecida el 7 de septiembre de 1962.

miércoles, septiembre 06, 2006

Carmen Laforet

Aquella noche pensó en sus leyendas. Desde que supo la llegada de los forasteros, estas leyendas habían tomado cuerpo en ella. Inventaba cosas de la isla mezclando en los relatos a su propia persona con los demonios y los dioses guanches, y esto lo hacía como una especie de ofrenda a los que iban a llegar, para los que Gran Canaria era un país desconocido y sin descubrir. Últimamente estas cosas que ella escribía se convirtieron en una gran ilusión para Marta. Le gustaban. Pensaba que por hacerlas quizá fuera digna de aquellos artistas, de aquellos creadores de belleza que eran sus tíos.
El deseo de escribir se le hizo tan fuerte que la envolvió en una ola cálida de entusiasmo. Se lanzó de la cama, descalza y en camisón, como un pequeño fantasma. Sin encender las luces se encontró en el corredor de las alcobas. Dos ventanas dejaban pasar la tenue claridad del cielo. Al final de aquel corredor, una escalerilla de caracol, muy oscura, subía hasta el desván. A cada paso aquellos escalones crujían. En la negrura, Marta sintió un ligero vértigo y se agarró a la barandilla para no caer, pero el deseo que la llenaba era muy grande. Siguió subiendo, y suspiró de alivio al encontrar la puerta y la gran llave puesta en ella. La puerta chirrió al abrirse, y en el silencio de la noche aquel ruido resultaba estremecedor. Un aire frío y negro le dio en la cara.

Fragmento de La isla y los demonios, de Carmen Laforet, nacida en Barcelona el 6 de septiembre de 1921.
El 6 de septiembre de 1900 nacía Julien Green
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martes, septiembre 05, 2006

Nicanor Parra


Aprovecho la hora del almuerzo
para hacer un examen de conciencia
¿Cuántos brazos me quedan por abrir?
¿Cuántos pétalos negros por cerrar?
¡A lo mejor soy un sobreviviente!

El receptor de radio me recuerda
mis deberes, las clases, los poemas
con una voz que parece venir
desde lo más profundo del sepulcro.

El corazón no sabe que pensar.

Hago como que miro los espejos
un cliente estornuda a su mujer
otro enciende un cigarro
otro lee Las últimas noticias.

¡Qué podemos hacer, árbol sin hojas,
fuera de dar la última mirada
en dirección del paraíso perdido!

Responde sol oscuro
ilumina un instante

aunque después te apagues para siempre.

Aprovecho la hora del almuerzo, poema de Nicanor Parra, nacido el 5 de septiembre de 1914.
El 5 de septiembre de 1905 nacía Arthur Koestler

domingo, septiembre 03, 2006

Ivan Turgenev

La vida no se le aparecía como ese mar de olas tumultuosas que describen los poetas; se la representaba llana como un espejo, inmóvil, transparente hasta en sus más oscuras profundidades; sentado él en una barquichuela vacilante, y abajo, en el fondo del abismo oscuro y fangoso, entreveía vagamente, a semejanza de peces enormes, formas monstruosas: eran todas las miserias de la vida, enfermedades, pesares, demencia, ceguera, pobreza... Y ante su vista sale de las tinieblas uno de esos monstruos; sube, sube sin cesar; se hace cada vez más visible, cada vez más horriblemente distinto... Un momento más y, levantada por el lomo del monstruo, va a zozobrar la barca. Pero de nuevo parece hacerse más vaga la forma, desciende el monstruo, se vuelve al fondo y se queda allí tendido, agitando apenas su oscura cola... Sin embargo, tiene que venir el día fatal en que se tumbe la barca.
Sacudió la cabeza, levantóse de un salto de la butaca, dio un par de vueltas por la estancia y tomó asiento detrás de la mesa de escritorio; después, abriendo uno tras otro todos los cajones, se puso a revolver papeles, cartas antiguas, la mayor parte cartas de mujeres. Él mismo ignoraba por qué hacía eso, pues no buscaba ninguna cosa. Su único objeto era librarse, por medio de cualquier ocupación, de los pensamientos, que le perseguían como una pesadilla.

Fragmento de la novela Aguas primaverales, de Ivan Turgenev, fallecido el 3 de septiembre de 1883.
El 3 de septiembre de 1940 nacía Eduardo Galeano
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