Piensan en nosotros y sonrío porque me saludan con tanto recelo. Es porque soy abogado. En este barrio encontrarse con un abogado o con un cura es mala fortuna; piensan en desastres, por eso nos prefieren lejos.
A veces pienso que detrás de ese saludo descansan tres mil años de desconfianza. Un abogado significa la ley, y en Sicilia, de donde vienen sus padres, la ley no es una idea agradable desde que los griegos fueron derrotados.
Tiendo a advertir las ruinas en las cosas, quizá porque nací en Italia... Llegué aquí a los veinticinco. En esos días, Al Capone, el cartaginense más famoso, aprendía su oficio en este empedrado, y el mismísimo Frankie Yale fue partido en dos por una ráfaga de ametralladora en la esquina de Union Street, a sólo dos manzanas. Aquí muchos fueron baleados justamente por hombres injustos. Aquí la justicia es muy importante.
Pero esto es Red Hook, no Sicilia. Y el barrio enfrenta la bahía de este lado del Puente de Brooklyn, que da al mar. Éstas son las fauces de Nueva York tragándose los tonelajes del mundo. Y ahora somos casi civilizados, casi norteamericanos. Ahora arreglo las cosas de otro modo, y eso me gusta más. Por eso ya no guardo un revólver en mi escritorio. Y mi trabajo carece de todo romanticismo.
Mi mujer me advirtió y también mis amigos; me dijeron que la gente de este barrio carece de elegancia, de glamour. Después de todo ¿con quiénes traté a lo largo de mi vida? Con estibadores y con sus mujeres, con sus padres y sus abuelos; en casos de indemnizaciones, desalojos, peleas familiares - los despreciables problemas de los pobres – pero... una vez cada tanto mientras atiendo algún caso y escucho a las partes contarme sus problemas, el aire chato de mi oficina se impregna del verde aroma del mar, el polvo de este aire se disipa, y llega a mí la imagen, en tiempos de César, o tal vez en Calabria o junto a un acantilado en Siracusa, de otro abogado que, vestido de manera diferente a la mía, escucha las mismas quejas y – allí sentado, tan impotente como yo - observa cómo el caso sigue, inexorablemente, su curso sangriento.
Fragmento de la obra Panorama desde el puente, de Arthur Miller, fallecido el 10 de febrero de 2005.
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