Ralph Carpenter acudía a ver a Lola a las tres de la tarde del domingo, y se marchaba a las cuatro, se marchaba seguro, porque tenía que coger un tren a las cuatro y media, había dicho Lola. Claude iría a casa de Lola a las cuatro y diez; la mataría con la estatua del gato o con cualquier otra cosa pesada que se le pusiera a mano, abandonaría el apartamento, y la doncella de Lola llegaría a las cinco y encontraría el cuerpo. Las huellas de Ralph estarían por todas partes: en los vasos o copas, en las botellas, en el encendedor de Lola. Ralph pertenecía al tipo inquieto que va de un lado para otro tocándolo todo. Lo único que Claude tenía intención de limpiar meticulosamente era la estatua del gato, lo cual sería exactamente lo que haría un joven atolondrado como Ralph: limpiar el arma y dejar sus huellas por todo lo demás. El resfriado del que Lola se había quejado a Claude el jueves por la tarde en el teatro se había puesto peor a la mañana siguiente, y Lola dijo que iba a quedarse en casa todo el fin de semana y no ver a nadie excepto a Ralph, que aparecería a las tres del domingo. De pronto se le ocurrió a Claude —como uno de esos destellos de intuición que acostumbraban a llegarle después de horas de fútil meditación para resolver algún problema en su actuación— que Ralph Carpenter era exactamente la persona sobre quien cargar el asesinato.Fragmento del relato
No puedes confiar en nadie, de
Patricia Highsmith, fallecida el 4 de febrero de 1995.
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