No tiene hambre. Completamente vestido se tiende en la cama, cruza los brazos y procura dormir. Pero vuelve continuamente al número 63, al cuarto de su hijo. Las cortinas están abiertas. La luz de la luna baña la cama. Ahí está: de pie junto a la puerta, sin apenas respirar, concentrada la mirada en la silla del rincón, esperando a que la oscuridad se espese, que se convierta en tinieblas de otra clase, en tinieblas de una presencia. En silencio mueve los labios al pronunciar el nombre de su hijo tres y cuatro veces.
Intenta lanzar un encantamiento, pero ¿sobre quién? ¿Sobre un espíritu o sobre sí mismo?. Piensa en Orfeo cuando camina hacia atrás, paso a paso, susurrando el nombre de la mujer muerta, para engatusarla y obligarla a salir de las entrañas del infierno; piensa en la esposa envuelta en el sudario, con los ojos ciegos, muertos, que lo sigue con las manos extendidas ante sí, inertes, como una sonámbula. No hay flauta, no hay lira: sólo la palabra, la única palabra, una y otra vez. Cuando la muerte siega todos los demás lazos, aún queda el nombre.
Fragmento de la novela El maestro de Petersburgo, de John Maxwell Coetzee, nacido en Ciudad del Cabo el 9 de febrero de 1940.
El 9 de febrero de 1881 fallecía Fiodor Dostoievski
El 9 de febrero de 1914 nacía Adalberto Ortiz Quiñónez
El 9 de febrero de 1914 nacía Adalberto Ortiz Quiñónez
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