jueves, noviembre 30, 2006

Oscar Wilde

Pero más que nada me culpo de la total degradación ética en que permití que me sumieras. La base del carácter es la fuerza de voluntad, y la mía se plegó absolutamente a la tuya. Suena grotesco, pero no por ello es menos cierto. Aquellas escenas incesantes que parecían ser casi físicamente necesarias para ti, y en las que tu mente y tu cuerpo se deformaban y te convertías en algo tan terrible de mirar como de escuchar; esa manía espantosa que has heredado de tu padre, la manía de escribir cartas repugnantes y odiosas; esa absoluta falta de control sobre tus emociones que se manifestaba lo mismo en tus largos y rencorosos estados de silencio reconcentrado como en los accesos súbitos de ira casi epiléptica; todas esas cosas, en alusión a las cuales una de las cartas que te escribí, dejada por ti en el Savoy o en otro hotel y por lo tanto presentada ante el Tribunal por el abogado de tu padre, contenía un ruego no exento de patetismo, si en aquel tiempo hubieras sido capaz de ver el patetismo en sus elementos o en su expresión, esas cosas, digo, fueron el origen y las causas de mi fatídica rendición a tus demandas cada día mayores. Me agotabas. Era el triunfo de la naturaleza pequeña sobre la grande. Era esa tiranía de los débiles sobre los fuertes que en no sé dónde de una de mis obras describo como la única tiranía que dura.
Y era inevitable. En toda relación de la vida con otros tiene uno que encontrar algún moyen de viere. En tu caso, había que ceder ante ti o dejarte. No cabía otra alternativa. Por cariño hacia ti, profundo aunque equivocado; por una gran compasión de tus defectos de modo de ser y temperamento; por mi proverbial buen carácter y mi pereza celta; por una aversión artística a las escenas groseras y las palabras feas; por esa incapacidad para el rencor de cualquier clase que en aquel tiempo me caracterizaba; por mi negativa a que me amargasen o afeasen la vida lo que para mí, con la vista realmente puesta en otras cosas, eran meras minucias que no valían más de un momento de pensamiento o interés; por esas razones, aunque parezcan tontas, yo cedía siempre. Y el resultado natural era que tus pretensiones, tus ansias de dominio, tus imposiciones fueran cada día más descomedidas. Tu motivo más ruin, tu apetito más bajo, tu pasión más vulgar, eran para ti leyes a las que había que amoldar siempre las vidas de los demás, y a las cuales, llegado el caso, había que sacrificarlas sin escrúpulo.

Fragmento de De Profundis, de Oscar Wilde, fallecido el 30 de noviembre de 1900.
El 30 de noviembre de 1667 nacía Jonathan Swift
El 30 de noviembre de 1835 nacía Mark Twain
El 30 de noviembre de 1935 fallecía Fernando Pessoa
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miércoles, noviembre 29, 2006

Clive Staples Lewis

Estaba en Perelandra.
La primera impresión, indefinida, fue la de algo inclinado: como si estuviera viendo una fotografía tomada con la cámara desnivelada. Y hasta eso duró un instante. La inclinación fue reemplazada por otra; después dos inclinaciones se abalanzaron y formaron un pico, y el pico se acható de pronto en una línea horizontal, y la línea horizontal se inclinó y se convirtió en el borde de una vasta ladera centelleante que se precipitaba furiosa hacia él. En el mismo instante sintió que era alzado. Se remontó más y más hasta que pareció que iba a tocar la cúpula dorada que colgaba sobre él en vez de un cielo. Entonces estuvo sobre una cima; pero casi antes de que los ojos hubieran captado un enorme valle que bostezaba ante él —brillando verde como el vidrio y jaspeado con vetas de blanco espumoso— bajaba precipitándose en el valle a unos cincuenta kilómetros por hora. Y entonces advirtió que sentía una frescura deliciosa en todo el cuerpo, salvo la cabeza, que los pies no se apoyaban en nada y que durante cierto tiempo había estado ejecutando en forma inconsciente los movimientos de un nadador. Cabalgaba sobre el oleaje sin espuma de un océano, vigorizante y fresco tras las temperaturas feroces del cielo, pero cálido según las pautas terrestres: tan cálido como una bahía poco profunda de fondo arenoso en un clima subtropical. Mientras subía deslizándose con suavidad la gran colina convexa de la próxima ola, tomó un sorbo de agua. No tenía casi gusto a sal, era potable... como el agua fresca y sólo menos insípida, en un grado infinitesimal. Aunque hasta entonces no había sido consciente de tener sed, el sorbo le produjo un placer asombroso. Era casi como encontrarse con el placer propiamente dicho por vez primera. Hundió el rostro enrojecido en la transparencia verde y cuando lo alzó descubrió que estaba una vez más sobre la cima de una ola.

Fragmento de Perelandra, de Clive Staples Lewis, nacido el 29 de noviembre de 1898.
El 29 de noviembre de 1832 nacía Louisa May Alcott
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martes, noviembre 28, 2006

Washington Irving

La hermosa ciudad de Granada fue durante mucho tiempo la residencia predilecta de los reyes de España. Pero una serie de terremotos que asoló la región y sacudió por entero el antiguo palacio morisco, atemorizó en tal forma a los reales personajes, que abandonaron precipitadamente tan peligroso lugar.
La Alhambra permaneció durante largos años en completo abandono. Los aposentos perdieron su brillo y los jardines su esplendor. La Torre de las Infantas, morada de las tres famosas princesas Zayda, Zorayda y Zorahayda, no escapaba al general descuido y se había convertido en el refugio de arañas, murciélagos y lechuzas.
Contribuía en mucho el hacerla inhabitable la antigua creencia de que la sombra de la bella Zorahayda, que había muerto en aquella Torre, solía verse, a la luz de la luna, reclinada en la fuente del saloncito o derramando amargas lágrimas junto a uno de los ventanales, mientras se oían dulces notas de un laúd.

Fragmento de la Leyenda de la rosa de la Alhambra, de Washington Irving, fallecido el 28 de noviembre de 1859.
El 28 de noviembre de 1881 nacía Stefan Zweig
El 28 de noviembre de 1907 nacía Alberto Moravia
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lunes, noviembre 27, 2006

Jorge Ibargüengoitia

En Cuévano hay algo que produce en el observador la sensación de que lo que está viendo no es acontecimiento único, sino acto ritual que se ha repetido todos los días a la misma hora desde tiempo inmemorial y se seguirá repitiendo hasta la consumación de los siglos. A las nueve y media de la mañana, por ejemplo, junto a la puerta del "Ventarrón" habrá siempre un borracho dormido, en la entrada del mercado, la que vende los quesos espantará las moscas con un hilacho, en las escaleras del Banco de Cuévano, el gerente platicará con el millonario Bermejas, en las de la parroquia el señor cura tendrá coloquio con una beata con barbas apodada el Archimandrita de Pénjamo. Por Campomanes irá bajando Sebastián Montaña, rector de la Universidad, que se dirige a la Flor de Cuévano a tomar el primer café exprés del día. Carlitos Mendieta, el pintor más famoso de la ciudad, estará sentado en una banca del Jardín de la Constitución, dejando que un bolero le lustre los zapatos; a su lado estará el historiador Isidro Malagón, leyendo un periódico de Pedrones, El Sol de Abajo. En un balcón de la calle de la Torcaza estará reclinado Ricardo Pórtico con una bata de seda con lamparones de grasa; por el paseo de los Tepozanes, cuesta arriba, caminando por hacer ejercicio, va el agiotista Madroño, quien, según las malas lenguas, lleva aparato cuenta pasos en el bolsillo; más arriba, una de las hermanas Begonia regará el limonero con el chorrito de la manguera. De pronto, el taxi girará a la derecha, saldrá de la avenida, pasará bajo el arco triunfal que dice "Bienvenidos al Gran Hotel Padilla", y se detendrá frente a la marquesina de la entrada, en donde siempre habrá tres mozos de librea jugando fútbol.

Fragmento de la novela Estas ruinas que ves, de Jorge Ibargüengoitia, fallecido el 27 de noviembre de 1983.
El 27 de noviembre de 1865 nacía José Asunción Silva
El 27 de noviembre de 1998 fallecía Gloria Fuertes
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sábado, noviembre 25, 2006

Yukio Mishima

En la obra teatral todo existe gracias a una mujer: la hermosa y aristocrática Yukihime. A ella se deben el encandilador brillo del decorado que figura cerezos en flor, un salto de agua y el resplandeciente Pabellón de Oro; los tambores, sugiriendo el sonido opaco de la cascada y creando una agitación constante en el escenario; el rostro pálido y sádico del lascivo Daizen Matsunaga, el general rebelde; el milagro de la espada mágica en la cual brilla, bajo el sol de la mañana, la imagen sagrada de Fudö, que refleja la forma de un dragón cuando apunta al sol poniente; los destellos del ocaso sobre la cascada y los cerezos; las flores deshojándose pétalo a pétalo. No hay nada extraordinario en el ropaje de Yukihime, un vestido de seda púrpura como el que habitualmente usan las jóvenes princesas. Pero, de acuerdo con su nombre, una presencia fantasmagórica y nevada revolotea sobre esta nieta del gran pintor Sesshü. Toda la escena parece invadida por los paisajes de Sesshü, impregnados de nieve. La nieve fantasmal que confiere a las vestiduras púrpura de Yukihime su brillo deslumbrante.
Masuyama se deleitaba en particular con la escena donde la princesa, atada a un cerezo, recuerda la leyenda de su abuelo y, con los dedos de los pies, dibuja sobre las flores caídas una rata que cobra vida y roe las sogas que la aprisionan.

Fragmento del cuento Onnagata, de Yukio Mishima, fallecido el 25 de noviembre de 1970.
El 25 de noviembre de 1845 nacía José Maria Eça de Queiroz
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viernes, noviembre 24, 2006

Lautréamont

Es un hombre o una piedra o un árbol el que va a comenzar el cuarto canto. Cuando el pie resbala sobre una rana, se tiene una sensación de repugnancia, pero cuando se roza apenas el cuerpo humano con la mano, la piel de los dedos se agrieta, como las escamas de un bloque de mica que se rompe a martillazos; y lo mismo que el corazón de un tiburón que ha muerto hace una hora palpita todavía con tenaz vitalidad sobre el puente, lo mismo nuestras entrañas se agitan en su totalidad mucho tiempo después del contacto. ¡Tanto horror le inspira el hombre a sus propios semejantes! Puede ser que al decir esto me equivoque, pero puede ser también que diga la verdad. Conozco, concibo una enfermedad más terrible que los ojos hinchados por largas meditaciones sobre el extraño carácter del hombre, pero aunque la busco todavía... ¡no he podido encontrarla! No me creo menos inteligente que otros, y sin embargo, ¿quién se atrevería a afirmar que he acertado en mis investigaciones? ¡Qué mentira saldría de su boca! El antiguo templo de Denderah está situado a hora y media de la orilla izquierda del Nilo. Hoy innumerables talanges de avispas se han apropiado de las atarjeas y de las cornisas. Revolotean alrededor de las columnas como densas ondas de una negra cabellera. Únicos habitantes del frío pórtico, vigilan la entrada de los vestíbulos, tal un derecho hereditario. Comparo el bordoneo de sus alas metálicas con el choque incesante de los témpanos que se precipitan unos contra otros durante el deshielo de los mares polares.
Pero si considero la conducta de aquel a quien la providencia concedió el trono en esta tierra, ¡las tres aletas de mi dolor hacen oír un murmullo más intenso! Cuando durante la noche un cometa aparece súbitamente en una región del cielo, después de ochenta años de ausencia, muestra a los habitantes terrestres y a los grillos su cola brillante y vaporosa. Sin duda no tiene conciencia de ese largo viaje; no sucede lo mismo conmigo: acodado en la cabecera de mi cama, mientras los dentículos de un horizonte árido y lúgubre se elevan con vigor sobre el fondo de mi alma, me abstraigo en sueños de compasión y me avergüenzo por el hombre.

Fragmento de Los Cantos de Maldoror, de Isidore Ducasse, Conde de Lautréamont, fallecido el 24 de noviembre de 1870.
El 24 de noviembre de 1632 nacía Baruch Spinoza
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jueves, noviembre 23, 2006

Roald Dahl

En el año 1946 el invierno fue muy largo. Aunque estábamos en el mes de abril, un viento helado soplaba por las calles de la ciudad. En el cielo, las nubes cargadas de nieve se movían amenazadoras.Un hombre llamado Drioli se mezclaba entre la gente del paseo de la rué de Rivoli. Tenía mucho frío, embutido como un erizo en un abrigo negro, saliéndole sólo los ojos por encima del cuello subido.Se abrió la puerta de un restaurante y el característico olor de pollo asado le produjo una dolorosa punzada en el estómago. Continuó andando, mirando sin interés las cosas de los escaparates: perfumes, corbatas de seda, camisas, diamantes, porcelanas, muebles antiguos y libros ricamente encuadernados. Después vio una galería de pintura. Siempre le gustaron las galerías de pintura. Esta tenía un solo lienzo en el escaparate. Se detuvo a mirarlo y se volvió para seguir adelante, pero tornó a pararse y miró de nuevo. De repente se apoderó de él un pequeño desasosiego, un movimiento en su recuerdo, un conjunto de algo que había visto antes en alguna parte. Miró otra vez; era un paisaje, un grupo de árboles tremendamente inclinados hacia una parte, como azotados por el viento, el cielo gris oscuro, de tormenta. En el marco había una pequeña placa que decía: Chaim Soutine (1894-1943).

Fragmento del relato Tatuaje, de Roald Dahl, fallecido el 23 de noviembre de 1990.
El 23 de octubre de 1920 nacía Paul Celan
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miércoles, noviembre 22, 2006

George Eliot

Aquel coloquio silencioso tal vez fuera más intenso porque subyaciente a él y atravesándolo se imponía el profundo deseo que realmente había motivado su regreso a Lowick. El deseo era ver a Will Ladislaw. No veía el bien que pudiera resultar de un encuentro: estaba impotente, con las manos atadas, por haber intentado compensarle por la injusticia que le había deparado el destino. Pero su alma ansiaba verle. ¿Cómo podía ser de otro modo? Si en los días en que existía el encantamiento, una princesa hubiera visto a un animal cuadrúpedo, de los que viven en rebaños, acudir a ella una y otra vez con una mirada humana de preferencia y súplica, ¿en qué pensaría durante sus viajes? ¿qué buscaría cuando los rebaños pasaran junto a ella? Sin duda aquella mirada que la había encontrado y que ella reconocería. La vida no sería más que oropel de noche o basura de día si el pasado no afectara a nuestro espíritu empujándolo hacia el brotar de anhelos y perseverancias. Era cierto que Dorothea quería conocer mejor a los Farebrother, y sobre todo hablar con el nuevo rector, pero también lo era que, recordando lo que Lydgate dijera acerca de Will Ladislaw y la menuda señorita Noble confiaba en que Will iría a Lowick a ver a la familia Farebrother. El primer domingo, antes siquiera de entrar a la iglesia, Dorothea le vio como le viera la última vez que estuvo allí, solo en el banco del vicario; pero cuando entró su figura había desaparecido.

Fragmento de la novela Middlemarch, de Mary Anne Evans (George Eliot), nacida el 22 de noviembre de 1819.
El 22 de noviembre de 1916 fallecía Jack London
El 22 de noviembre de 1869 nacía André Gide
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martes, noviembre 21, 2006

Heinrich von Kleist

Temblando, con el cabello erizado y las rodillas que parecían querer rompérsele, se deslizó Jerónimo por el declive del suelo del edificio, con el propósito de salir por el boquete que el choque de ambos edificios había abierto en la pared delantera de la prisión. Apenas estuvo a salvo cuando un segundo temblor hizo que toda la calle se desplomase por completo.
Transcurrió casi un cuarto de hora en que estuvo completamente sin conocimiento, hasta que despertó de nuevo y, con la espalda vuelta hacia la ciudad, medio se incorporó del suelo. Inconsciente, sin saber cómo podría salvarse de esta catástrofe, se apresuró a huir lejos de los cascotes y maderos, que por todos lados amenazaban con matarle, en busca de la puerta más cercana de la ciudad. Todavía aquí se derrumbó una casa, por lo que corrió, para evitar los escombros, hacia una calle cercana; más lejos, llamas refulgentes entre grandes humaredas lamían las cúpulas, haciéndole huir asustado hacia otra calle, pero he aquí que el Mapuche sale de cauce y le arrastra en sus hirvientes ondas hacia otra.
Aquí yace un montón de cadáveres, allá se oye una voz plañidera entre las ruinas, acá se oyen los gritos de la gente encaramada en los tejados ardiendo, allí hombres y animales luchan con las olas; ora un hombre de coraje se lanza a salvar a alguien, ora otro, pálido como la muerte, extiende mudo las manos trémulas al cielo.

Fragmento del relato El terremoto en Chile, de Heinrich von Kleist, fallecido el 21 de noviembre de 1811.
El 21 de noviembre de 1694 nacía Voltaire
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lunes, noviembre 20, 2006

Selma Lagerlof

El águila había dicho a Nils que la ancha faja de costa que se extendía ante sus ojos era Vesterbotten, y que las crestas de las montañas que azuleaban muy lejos, al Oeste, se encontraban en la Laponia.
El viaje a espaldas del águila era tan ligero que a veces le daba la impresión de estar inmóvil, sobre todo desde que el viento norte que soplara por la mañana había cambiado de dirección. Por el contrario, la tierra parecía retroceder hacia el sur. Los bosques, las casas, los prados, los cercados, las islas, los numerosos aserraderos de la costa, todo estaba en marcha. Se hubiera dicho que cansadas de la parte extrema del norte, se trasladaban hacia el sur.
Esta idea divertía a Nils. ¡Imagínense si este campo de trigo que parecía recién sembrado llegaba a la Escania, donde en esta época del año el centeno ha echado espigas!
¡Y aquel jardín que descubría en tal momento! Tenía hermosos árboles; pero no árboles frutales, ni nobles tilos, ni castaños; nada más que serbales y álamos. Había bonitos zarzales, pero no saúcos ni cítisos; sólo cerezos y lilas. Había una huerta, pero no estaba labrada ni sembrada. Si semejante jardincito apareciera al lado del jardín de un gran dominio de Sudermania, daría la impresión de un desierto.
Lo que constituía la gloria del país eran los sombríos y caudalosos ríos rodeados de valles habitados, llenos de maderas flotantes, con sus aserraderos, sus pueblos, sus desembocaduras rebosantes de embarcaciones.

Fragmento de la novela El maravilloso viaje de Nils Holgersson, de Selma Lagerlöf, nacida el 20 de noviembre de 1858.
El 20 de noviembre de 1.923 nacía Nadine Gordimer
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domingo, noviembre 19, 2006

Bruno Schulz

El viaje fue largo. Sólo había dos o tres pasajeros en esa línea secundaria, casi olvidada, que es recorrida por un único tren semanal. Nunca había visto yo nada parecido a esos arcaicos vagones, grandes como salones, sombríos y llenos de recovecos. En otras líneas ya hace mucho tiempo que fueron retirados de la circulación. Esos pasillos oblicuos y angulosos, esos compartimientos embrollados, vacíos y fríos, causaban una impresión más bien espantosa por su extraño abandono. Fui de un vagón a otro buscando un rincón confortable. El viento se colaba por todas partes; las corrientes de aire atravesaban el tren de punta a punta. Aquí y allá algunas personas estaban sentadas en el piso con sus petates, sin atreverse a ocupar los bancos, demasiado altos. Por otra parte, esos asientos gibosos, recubiertos de hule, estaban helados y su antigüedad los volvía viscosos. El tren atravesaba pequeñas estaciones desiertas, en las que no subía ningún nuevo pasajero. Proseguía su ruta sin ruido, sin pitadas, suavemente, como arrastrado por un sueño.
Durante un rato tuve la compañía de un hombre que vestía un deshilachado uniforme de ferroviario. Silencioso, enfrascado en sus pensamientos, apretaba un pañuelo contra su rostro inflado y doloroso. De pronto desapareció sin que yo lo advirtiera, en una parada del tren. De él no quedó más rastro que la paja hundida allí donde había estado sentado, y una pobre valija que dejó abandonada.

Fragmento del relato El sanatorio del sepulturero, de Bruno Schulz, fallecido el 19 de noviembre de 1942.
El 19 de noviembre de 1900 nacía Anna Seghers
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sábado, noviembre 18, 2006

Margaret Atwood

En la sala había reminiscencias de sexo y soledad y expectativa, la expectativa de algo sin forma ni nombre. Recuerdo aquella sensación, el anhelo de algo que siempre estaba a punto de ocurrir y que nunca era lo mismo, como no eran las mismas las manos que sin perder el tiempo nos acariciaban la región lumbar, o se escurrían entre nuestras ropas cuando nos agazapábamos en el aparcamiento o en la sala de la televisión con el aparato enmudecido y las imágenes parpadeando sobre nuestra carne exaltada.
Suspirábamos por el futuro. ¿De dónde sacábamos aquel talento para la insaciabilidad? Flotaba en el aire; y aún se respiraba, como una idea tardía, cuando intentábamos dormir en los catres del ejército dispuestos en fila y separados entre sí para que no pudiéramos hablar. Teníamos sábanas de franela de algodón, como las que usan los niños, y mantas del ejército, tan viejas que aún llevaban las iniciales U.S. Doblábamos nuestra ropa con mucha prolijidad y la dejábamos sobre el taburete, a los pies de la cama. Enseguida bajaban las luces pero nunca las apagaban. Tía Sara y Tía Elizabeth hacían la ronda; en sus cinturones de cuero llevaban colgando aguijones eléctricos como los que usaban para el ganado.
Sin embargo, no llevaban armas; ni siquiera a ellas se las habrían confiado. Su uso estaba reservado a los Guardianes, que eran especialmente escogidos entre los Ángeles. No se permitía la presencia de Guardianes dentro del edificio, excepto cuando se los llamaba; y a nosotras no nos dejaban salir, salvo para dar nuestros paseos, dos veces al día y de dos en dos, alrededor del campo de fútbol que ahora estaba cercado con una valla de cadenas, rematada con alambre de púas.

Fragmento de la novela El cuento de la criada, de Margaret Atwood, nacida el 18 de Noviembre de 1939.
El 18 de noviembre de 1922 fallecía Marcel Proust

viernes, noviembre 17, 2006

Cuando digo París

Cuando digo París no estoy hablando de las fotos que duermen en los álbumes del sótano, aunque tras las persianas del recuerdo naveguen los colores de la noche como cristales que lentamente se van deshilachando sobre un cojín de nostalgia bordado con caricias y notas musicales.
Cuando digo París no hablo de pasos misteriosos y prófugos resonando a una orilla de la calle, ni de la sombra añil que deja una lágrima rodante, ni del labio-trasluz detenido en el tiempo por el furtivo impacto de unos besos cuyos ecos van rebotando y multiplicando su reflejo por todas las esquinas en penumbra.
(Sé que cuando tú dices París es la voz de una melodía no inventada, es el empedrado irregular y las riberas del Sena, es el amanecer en plena noche y la risa, la colosal estatura de los edificios, la insólita música de las piedras, la fuente helada de Versalles, la verificación de un sueño...)
Pero si yo digo París te estoy nombrando. Cuando digo París hablo de ti y de los puentes, sobre todo de ti y de los puentes y de una isla, y en esa isla unos pies parados en el infinito, allí parados y mirando eternamente hacia la mole indescriptible, hacia las torres que esperan, hacia la inmensa soledad de un reloj que nunca se detiene.

jueves, noviembre 16, 2006

José Saramago

La primera grieta apareció en una gran laja natural, lisa como la mesa de los vientos, en algún lugar de estos montes Alberes que, en el extremo oriental de la cordillera, van descendiendo acompasadamente hacia el mar y por donde vagan ahora los desventurados canes de Cerbère, alusión nada descabellada en tiempo y lugar, pues todas estas cosas, hasta cuando no lo parecen, están trabadas entre sí. Expulsado, como queda dicho, de la pitanza doméstica, y forzado en consecuencia por necesidad a recordar en la memoria inconsciente las mañas de sus antepasados cazadores para conseguir atrapar algún gazapo extraviado, uno de esos canes, de nombre Ardent, gracias al finísimo oído de que está dotada la especie, habrá sentido restallar la piedra y, no murmurando sólo porque no puede, se acercó a ella, dilatando las narices, erizado el pelo, con tanta curiosidad como miedo. La hendidura, sutil, recordaría al observador humano una raya hecha con la punta afilada de un lápiz, muy diferente de aquel otro trazo con un palo, en tierra dura, o en el polvo suelto y blando, o en el barro, si con tales devaneos perdiésemos nuestro tiempo. Sin embargo, mientras el perro se acercaba, la grieta se fue ensanchando, se hizo más profunda y avanzó, desgarrando la piedra, hasta los extremos de la laja, y después de allá para acá, cabría dentro la mano entera, el brazo también en grosor y largura, si hubiese aquí hombre con valor para medir tal fenómeno. El perro Ardent rondaba inquieto, pero no podía huir, atraído por aquella serpiente de la que ya no se veía ni cabeza ni cola y súbitamente perdido, sin saber de qué lado quedarse, si en Francia, donde estaba, si en España, distante ya tres cuartas.

Fragmento de La balsa de piedra, de José Saramago, nacido el 16 de noviembre de 1922.

miércoles, noviembre 15, 2006

J G Ballard

Sospechando que había algo más, Conrad recorría las calles, inspeccionando los relojes abandonados, en busca de una pista que lo llevase al verdadero secreto. La mayoría de las esferas habían sido mutiladas, y les habían arrancado las manecillas, los numerales, y el círculo de diminutos intervalos: sólo quedaba una sombra tenue de herrumbre. Distribuidos aparentemente al azar por toda la ciudad, sobre tiendas, bancos y edificios públicos, era difícil descubrir el verdadero propósito de estos mecanismos. Había una cosa clara: medían el paso del tiempo a través de doce intervalos arbitrarios; pero ése no parecía motivo suficiente para que hubiesen sido proscritos. Al fin y al cabo había en uso general una gran variedad de marcadores de tiempo: en cocinas, fábricas, hospitales, en los sitios donde había necesidad de medir un período determinado. El padre tenía uno junto a la cama. Encerrado en la cajita negra característica, y movido por unas pilas en miniatura, emitía un silbido agudo y penetrante poco antes del desayuno, y lo despertaba a uno si se había quedado dormido. Un reloj no era más que un marcador de tiempo graduado, en muchos sentidos menos útil, que ofrecía una corriente constante de información inoportuna. ¿Para qué servía que fuesen las tres y media, según el viejo cómputo, si uno no planeaba empezar o terminar nada a esa hora?

Fragmento de la narración Cronopolis, de James Graham Ballard, nacido el 15 de noviembre de 1930.
El 15 de noviembre de 1969 fallecía Ignacio Aldecoa
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martes, noviembre 07, 2006

Lawrence Durrell

Calles que vienen de las dársenas con su hacinamiento de casas destartaladas y decrépitas, que se echan a la cara el aliento, que zozobran. Persianas cerradas en los balcones bullentes de ratas y de viejas con el pelo lleno de sangre seca de garrapatas. Paredes desconchadas y borrachas que se inclinan al este y al oeste de su verdadero centro de gravedad. Cinta negra de las moscas que se anudan a los labios y a los ojos de los niños, húmedas perlas de las moscas estivales, invadiéndolo todo; bajo el peso de sus cuerpos caen los papeles matamoscas colgados en las puertas violetas de tiendas y cafés. Olor a sudor de los berberídeos, un olor como de alfombra de escalera en descomposición. Y los ruidos de la calle: grito agudo del aguatero que golpea sus recipientes de metal para anunciarse, chillidos inesperados dominando de vez en cuando el estrépito como si provinieran de algún animal pequeño y delicado al que arrancan las entrañas. Llagas como pantanos... la incubación de la miseria humana cobra tales proporciones que uno se queda estupefacto y todos los sentimientos humanos se desbordan y convierten en asco y terror.
Hubiera querido tener la audacia con que Justine se abría paso por esas calles hasta el café El Bab, donde yo la esperaba.

Fragmento de Justine, primera parte de la tetralogía El cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell, fallecido el 7 de noviembre de 1990.
El 7 de noviembre de 1913 nacía Albert Camus
El 7 de noviembre de 1920 nacía Joan Perucho
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lunes, noviembre 06, 2006

Robert Musil

Una pequeña estación de ferrocarril del tramo que conduce a Rusia.
Entre los guijarros amarillos corrían, rectas e interminables, cuatro cintas de hierro paralelas en ambas direcciones. Junto a cada una de ellas, como una sucia sombra, la oscura raya del suelo quemado por las locomotoras.
Por detrás de los edificios bajos, pintados al óleo, de la estación, una ancha calle desgastada subía hasta la plataforma del ferrocarril. Sus aceras se perdían en el apisonado terreno que las bordeaban y sólo se las reconocía por dos hileras de acacias que, tristes, se levantaban a ambos lados, con sus agobiadas hojas ahogadas por el polvo y el hollín.
Las exhalaciones de la cansina luz de la tarde hacían que estos tristes colores fueran aún más pálidos, más débiles: los objetos y las personas tenían algo de indiferente, de inanimado, de mecánico, como si hubieran salido del escenario de un teatro de títeres. De cuando en cuando, a intervalos regulares, el jefe de la estación salía de su oficina, miraba con la misma inclinación de la cabeza las anchas vías hacia la casilla del guarda, que seguía sin anunciar la proximidad del tren rápido que en la frontera había sufrido un gran atraso, sacaba luego el reloj de bolsillo, siempre con el mismo movimiento del brazo, meneaba la cabeza y volvía a desaparecer, así como aparecen y desaparecen las figuras de esos antiguos relojes de campanario cuando dan las horas.

Fragmento de Las Tribulaciones del estudiante Torless, de Robert Musil, nacido en Klagenfurt el 6 de noviembre de 1880.
El 6 de noviembre de 1940 nacía Clara Janés
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domingo, noviembre 05, 2006

Luis Cernuda

¿Volver? Vuelva el que tenga,
Tras largos años, tras un largo viaje,
Cansancio del camino y la codicia
de su tierra, su casa, sus amigos,
Del amor que al regreso fiel le espere.

Mas, ¿tú? ¿Volver? Regresar no piensas,
Sino seguir libre adelante,
Disponible por siempre, mozo o viejo,
Sin hijo que te busque, como a Ulises,
Sin Itaca que aguarde y sin Penélope.

Sigue, sigue adelante y no regreses,
Fiel hasta el fin del camino y tu vida,
No eches de menos un destino más fácil,
Tus pies sobre la tierra antes no hollada,
Tus ojos frente a lo antes nunca visto.

Peregrino, poema de Luis Cernuda, fallecido el 5 de noviembre de 1963.
El 5 de noviembre de 2005 fallecía John Fowles

sábado, noviembre 04, 2006

La llamada

Del bosque surgió un largo alarido. Era de un pájaro nocturno que solía anunciar el comienzo de la noche. El hombre salió de una pequeña choza de hojas de palmera, detúvose a unos pasos, mirando a todos lados con fiera vivacidad, y dijo como si hablara al anunciador: “Te has adelantao un poco». El sol declinaba, dando reflejos dorados a una ancha laguna y al alto perfil del bosque. El fulgor de lámina bruñida adquirido por las aguas, contrastaba violentamente con la prieta sombra adensada entre los troncos.
Los árboles avanzaban impetuosamente como para arrojar a los delanteros dentro de la laguna. Ciertas grandes raíces retorcíanse al filo del agua. A trechos, entre bosque y orilla, quedaban sin embargo algunos claros retaceados de yerba, en el mayor de los cuales encontrabanse la choza y ese hombre. Tenía el sombrero de palma levantado sobre la frente y se destacaban netamente 1os angulosos rasgos de su cara cetrina, la nariz de rotundo trazo aguileño, los labios anchos, que se habían contraído hacia un lado, en un rictus entre sonriente y desdeñoso. Su amarillenta camisa de dril estaba manchada de sangre.

Fragmento del relato La llamada, de Ciro Alegría, nacido el 4 de noviembre de 1909.
El 4 de noviembre de 2003 fallecía Rachel de Queiroz
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viernes, noviembre 03, 2006

León Bloy

¡Oh, delicioso, inapreciable refugio! Sobrenatural refresco para un corazón retorcido de angustia y asco. El desprecio universal, absoluto, hacia los hombres y las cosas. Llegado ahí, ya no se sufre más o, al menos, se tiene la esperanza de no sufrir más. Se deja de leer los periódicos, se deja de escuchar los clamores de la ciénaga, no se quiere ya saber nada ni desear otra cosa que la muerte. Es el estado de un alma adolorada que conoce a Dios y que sabe que no existe nada en la tierra donde pueda apoyarse en nuestros espantosos días.
¿Es necesario para ello haberse convertido en un anciano? No estoy seguro, pero es muy probable. El mal es enorme, piensan los hombres que no han superado los sesenta años, pero sin embargo hay eso o aquello y el remedio no es imposible. Nadie se persuade de que todo está en la red del mal cazador y que sólo un ángel de Dios o un hombre lleno de milagros puede liberarnos.

La Fe está tan muerta que nos preguntamos sí ha existido jamás, y lo que hoy lleva su nombre es tan estúpido o hediondo que el sepulcro parece preferible.


Fragmento de En las tinieblas, de León Bloy, fallecido el 3 de noviembre de 1917.
El 3 de noviembre de 1901 nacía André Malraux
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jueves, noviembre 02, 2006

Pier Paolo Pasolini

El apóstol Pablo partió del oasis: de la ciudad minúscula de arena, sola como un cementerio en torno a su pozo, y cuya vida consistía en no morir. La enfermedad mortal se veía en las aguas verdosas del pozo, en la vejez decrépita de los troncos, en el polvo inflamado por el sol en que todo se desmenuzaba desde hacía milenios. Sin embargo, allí estaba la vida humana, con todas sus formas; y aunque entorpecidos o con la voz afónica a causa del silencio que llegaba del desierto, los niños reían con los ojos centelleantes de dulzura y con sus cuerpos sin peso; los jóvenes incubaban su deseo, entre los ricos harapos y las vendas apretadas sobre los rasgos dulces y repugnantes de los bandidos; zumbaba el mercado; grupos de mujeres regresaban veloces de la compra, como otros tantos viejos sacerdotes; los ancianos permanecían apoyados en los muros bajos, con los hígados pútridos y los ojos de bestias enfermas y tranquilas.
El desierto empezó a reaparecer en todo lo que era: y para verlo así —desierto y nada más que desierto— sólo bastaba estar en él. Pablo caminaba, caminaba, y su paso era una confirmación. Desaparecidas las últimas copas de las palmeras, distribuidos los hombres en grupos pintorescos, se reinició la obsesión, es decir, el avanzar permaneciendo siempre en el mismo punto.

Fragmento del libro Teorema, de Pier Paolo Pasolini, fallecido el 2 de noviembre de 1975
El 2 de noviembre de 1950 fallecía George Bernard Shaw
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miércoles, noviembre 01, 2006

El labio descarnado

De noche, entre las brumas de un desvelo
vino a mí su recuerdo como un ángel
escapado de su sombría cárcel
y en sus labios desnudos sonó un eco:

¡Ven!¡Tómame! Soy tuya.

Mis ojos se entreabrieron de repente,
mi corazón saltaba acelerado;
en la penumbra del salón callado
resonaba el rumor de mi inconsciente:

¡Ven!¡Tómame! Soy tuya.

Las cortinas danzaban cadenciosas,
las puertas del balcón se contoneaban
al ímpetu del viento que llenaba
la sala con su música preciosa:

¡Ven!¡Tómame! Soy tuya.

Cerré las puertas, mas la melodía
no cesaba en el ámbito del cuarto.
Del rincón, junto al piano abandonado,
las notas de su voz, dulces, surgían:

¡Ven!¡Tómame! Soy tuya.

Mis pies, como hechizados, me llevaban
hacia el negro lugar donde la noche
me hablaba con su voz, como un acorde
que despertaba mi alma enamorada:

¡Ven!¡Tómame! Soy tuya.

Mas mis pasos al borde de la alfombra
se pararon anclados por el miedo.
¿Era su voz... o era sólo el recuerdo
de otras noches de amor entre las sombras?

¡Ven!¡Tómame! Soy tuya.

...repetía incesante el eco amado.
Mis manos anhelaban el contacto
de su querido cuerpo desmayado,
y el canto me llamaba hacia sus labios.

¡Ven!¡Tómame! Soy tuya.

El recuerdo me lleva hacia el pasado.
Veo su cuerpo inerte, amortajado,
sus ojos como un cielo clausurado,
su rostro como un pábilo apagado.

¡Ven!¡Tómame! Soy tuya.

Un paso hacia el rincón que me reclama;
crece el rumor, las sombras se disuelven,
un halo negro, oscuro manto, envuelve
la pálida mortaja que me llama:

¡Ven!¡Tómame! Soy tuya.

El terror me estremece, Amor me embriaga,
y quieto entre las sombras de la sala
recibo el beso que mi pulso apaga,
el beso descarnado de mi amada...

El labio descarnado. Poema de SBL

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